Cuando llueve, las alcantarillas apestan. Si sopla el cierzo, Zaragoza huele a col. Depende del día, del barrio y de la dirección del viento. La sutileza aromática del aire empuja a los zaragozanos a interpretar el absorbente perfume que nos tira de espaldas. Podemos identificar la peste a garbanzos recocidos, a sebo revenido, a gasolina requemada. Si existe una conversación maña por antonomasia, 100% baturra, es la del tufo. Se habla del tufo en los ascensores y las consultas con la misma vacuidad que otros charlan del tiempo. Esta ciudad no es Huelva ni Vandellós, pero alberga industrias papeleras que trabajan con la misma impunidad que un polo químico o varias centrales atómicas. No hace falta gozar de unas pituitarias sensibles, la saturación del olfato afecta incluso a los fumadores empedernidos. Comprendo que el polonio sea indetectable pero la emanación que impregna este valle la capta cualquier nariz. Salvo las napias institucionales, que por fuerza se habrán instalado un tabique de plata.
Ya en el año 2001 la Organización Mundial de la Salud nos comunicó que iba siendo hora de acabar con la putridez y el fermento que atrofia nuestras glándulas olfativas. La denuncia fue mano de santo, porque la mayor industria papelera de esta ciudad dio un brico hacia delante y es desde entonces una multinacional. A mayor denuncia, mayor proyección. Nunca baja la persiana, de modo que la gama de olores se ha enriquecido considerablemente. Ahora que se ha presentado en Madrid el estudio sobre la calidad del aire en 2005, me veo comprando una bombona de oxígeno portátil. Hay negocio en el oxígeno igual que lo hay en el agua. Hace nada se abrió un garito en el casco viejo donde te puedes calzar aire puro mediante una mascarilla por un billete de cinco euros. Es curioso. Queremos traer el agua directamente del Pirineo y no pensamos en quedarnos también con su aire. Igual es que para la Expo piensan levantar en Ranillas un ambientador de pino gigante. |