El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 21 de septiembre de 2010

Habrá un día




  La música, por famosa y popular que acabe siendo, goza siempre de un ámbito privado y sentimental. Las composiciones de futuro tienen además tan larga tirada que es muy difícil que alcancen la proyección de los estamentos oficiales. Sus letras parecen condenadas a la épica y resultan molestas para los jefes actuales, tal vez porque les recuerda que el presente dista mucho del futuro que en un principio se perseguía. Ciertas canciones se crearon con el propósito de alentar resistencias desproporcionadas, aupándose a menudo en el victimismo o la heroicidad, animando a continuar la batalla ideológica o guerrera desde un espíritu clandestino y soñando con tiempos mejores para alcanzar la meta. Esta es la razón por la que, fuera de contexto, sientes que las palabras de una canción que se expresa en futuro jamás alcanzará su objetivo, porque infunde a la melodía cierto aire pesimista.

  Los himnos en cambio tienden a hablar en presente. Activan lo patriótico desde el romanticismo para lograr una victoria. La Marsellesa, extraña excepción que narra absolutas barbaridades, alienta a los franceses a tomar las armas y levantarse contra la tiranía. Lo consigue mediante una formidable arenga militar que siempre, al sonar ya los primeros acordes, percute como una llamada. Lo mismo sirve para una guerra que para una revolución, incluso da cuartelillo durante un partido de fútbol. No conozco una tonadilla más atroz, salvaje y enervante, de hecho pone los pelos de punta a cualquiera. Sobre todo a los legionarios que todavía la cantan en el Chad o en el Congo, donde nuestros vecinos necesitan manipular el mensaje para continuar su batalla colonial. Pero lo que gana en chovinismo lo pierde en anacronía, por eso causa pavor escucharla en los labios de unos niños de primaria. Eso sí, en el dudoso supuesto de sufrir un ataque interestelar, la Marsellesa aún tendría pegada como soflama planetaria. Bastaría con cambiar algunos párrafos para que todos los terrícolas, incluso los menos sanguinarios, pudieran sentirse incluidos. Al fin y al cabo si hay algo que en verdad nos une es que toda la Historia de la humanidad está sembrada de cadáveres.

  El Canto a la Libertad, del difunto Labordeta, hace que nos miremos al espejo de la Historia y contemplemos un retrato incompleto. No contiene un mensaje cruel ni edulcorante y aunque sea solidario tampoco es hipócrita ni sabe a rancio. En la lucha antifranquista tenía un sentido profundo pero ahora evidencia el chasco de no haber alcanzado el sueño que representa. Lo de menos es que no contenga el término Aragón, sino que destile una utopía de cambio constante: la necesidad de seguir luchando por un futuro que tal vez nadie contemple pero ante el que no cabe la resignación. Es una canción evolutiva, de raíz agrícola y naturalista, que refleja como ninguna otra el carácter de su autor, rebelde y tozudo como el de las gentes de esta tierra. Al cantarla evoca un día tan lejano que da la impresión de que no fuese a llegar nunca, circunstancia que obliga a los cantantes a no dejarse engañar. Empuja a convertirnos en el viento que arrase las mentiras, a sudar frente con frente y hacer que la Historia ponga rumbo a la libertad. De algún modo es triste pero también exigente. Si a los políticos no les termina de cuajar como himno oficial de estos lares es porque mueve las conciencias y parece demasiado versátil. A mí, sin embargo, cuando escucho este canto en plena calle, me parece estar oyendo una nana poderosa y multitudinaria. La que podría tararear un padre o un abuelo para que no olvides tus principios, la raíz fraternal de nuestra Memoria Histórica.