El Cuaderno de Sergio Plou

     


sábado 9 de julio de 2011

Camino de Finisterre




  Ya llevaba unos días sin escribir una crónica. Se me ha hecho muy cuesta arriba encontrar un tema adecuado, pero como se impone la realidad frente a cualquier contingencia he pensado que podría comentar en voz alta las razones que me empujan a lanzarme este verano a la aventura. La primera, y no por ello menos fundamental, es someterme a una cura de adelgazamiento. No hay nada como sufrir los rigores de una interminable caminata para perder unos kilos. Y la segunda, mucho más interesante, supone descubrir con paciencia aquellos vericuetos que la tradición católica ha ido enterrando bajo gruesas capas de credulidad. Mientras la primera razón es una consecuencia de la segunda, la última constata la necesidad de desmontar clichés y apropiaciones que durante siglos se han ido superponiendo en el más famoso de los caminos peninsulares, el que recorre nuestro mapa por el norte, de este a oeste, hasta desembocar en el fin del mundo: Finisterre.

  Tampoco ocultaré la existencia de una tercera causa en la elección de esta aventura, la aparente convicción de que los gastos pueden ser asumibles. Yendo de albergues y usando los pies como medio de transporte tendría que resentirse muy poco la economía. Si el 10% de los españoles no ha salido nunca de su provincia, si el 15 % no conoce otra comunidad autónoma que aquella que le vio nacer y si el 48% jamás ha cruzado las marcas de Andorra ni las de Gibraltar, las de Portugal o Francia, veremos si por una vez es posible ajustar el presupuesto sin pisar las fronteras... Aunque en agosto, y utilizando el denominado sendero compostelano, estoy preparado para llevarme todo tipo de sorpresas.

  No acudo con mentalidad de peregrino, sino con la cabeza abierta a descubrir la superposición de un camino ancestral, empleado por celtas, íberos, astures y romanos, dejándome llevar por las obras del románico que siembran tan fabuloso trayecto hasta el Atlántico y abrazando con sentido del humor las apropiaciones del imaginario católico que han cubierto las huellas de nuestros antepasados.

  Del dicho al hecho va un trecho y resulta tan enorme la distancia que desconozco si llegaré al final. El viaje en sí es lo importante y para los que hayan seguido mis crónicas desde las antípodas espero no defraudar las expectativas. Dado lo correoso del periplo y mis condiciones físicas les auguro una entrega apasionante. Ya me veo cruzando el páramo con un sombrero de paja, lejos de Frómista y a diez kilómetros de Carrión de los Condes, perdido sin una gota de agua en la cantimplora y con los pies como nabos. Qué recuerdos me traen estos conmovedores paisajes del Cid, veinticinco años despues de atravesar el horizonte y en plena ventisca de nieve, acurrucado en una renqueante furgoneta, cuando era normal cruzar la península para actuar en Zuera una noche y a la jornada siguiente en Lugo. Qué tiempos. Era fascinante parar un segundo a orinar y que se abriera un ventanuco a tres metros de tus sienes para recibir un balde de agua helada. Surrealismo de nevera en León, primorosa ciencia ficción. Un cuarto de siglo más tarde, atravesaré de nuevo el mapa para llegar al fin del mundo. Es un momento idóneo ahora que está de actualidad.

  El año nuevo maya empieza el próximo 26 de julio y no hace falta ser supersticioso para entender que el calendario se acaba, basta con preguntarle a Moody's o al Banco de Santander, de modo que Finisterre —o Fisterra, como dicen en Galicia— es un destino harto convincente. Asomarse al balcón de este legendario camino sin otro propósito que ahorrar, perder unas magras y encontrar el viejo rastro pagano es un delirio excitante. Tal vez deba anclar en mi zurrón una pata de conejo o alguna moneda prehistórica, igual me vale una concha o incluso una vieira. No espero encontrar brujas ni druidas, pero sé que en la antesala de los tiempos, cuando las cruces no eran más que aspas indicando un cruce en los caminos, ellas y ellos estuvieron allí. Será en agosto, no te olvides.