Se mide a las personas por el mismo rasero que a las cosas. No es un fenómeno nuevo, lo llevan haciendo desde que el mundo existe, sólo que ahora resulta más descarado. Antaño no había leyes que prohibieran a los poderosos comportarse como animales, de modo que los súbditos sobrevivían a los desmanes de los jefes escurriendo el bulto con desigual fortuna. En la actualidad, se supone que los derechos nos amparan y sin embargo se cometen las mismas tropelías con una impunidad similar, lo único que ha cambiado es el hábitat donde se producen y la información que nos llega, pero el resultado es igual de evidente. Así que cabe preguntarse si el sistema falla o por el contrario estaba diseñado para comportarse así. Sabemos lo que ocurre aunque parezca que no ocurre nada. Sabemos que nos están tangando y en cambio nos cuentan que es por nuestro bien.
Nos han convertido en objetos, y como tales somos propensos a la utilidad. Somos arreglados o no según nuestro valor y tasación, comprados o vendidos, numerados y manipulados, incluso olvidados como la chatarra, oxidándonos a la intemperie y con la esperanza quizá de ser viables en un futuro, ya sea por piezas o en amasijo. Da igual. Cualquier estructura resiste mucho mejor la fusión que el ser humano, entre otras razones porque somos incapaces de escuchar el lamento de nuestros congéneres sin entrar en modo pánico. Que lleguemos entonces a convertirnos en materia inerte es para nuestros jefes una cuestión de tacto y sensibilidad. Cuando careces de terminaciones nerviosas resulta sencillo aparentar templanza. Cuando estás sedado parece que ni sientas ni padezcas. Cuando estás inconsciente, el corazón sigue regando el cuerpo de sangre y sin embargo tenemos la sensación de que no haya nadie gobernando la barca de tus emociones. En el colmo del reduccionismo se ha creado una vía romántica para los objetos, calificando a las personas como microscópicas partículas de polvo estelar. Sin embargo, la ridícula probabilidad de que exista en el universo un individuo idéntico a cada uno de nosotros es de diez mil millones elevado a la centésima potencia , lo que resulta impactante. Somos únicos, desde luego, pero como hay tanta gente única al final no somos nada. Esta tendencia humana a devaluar el prestigio de las singularidades, atendiendo tan solo a la cantidad, es nuestra perdición.
|
La informática, por ejemplo, nos permite construir aplicaciones absurdas. Con el propósito de encontrar patrones de compra, la tecnología es capaz de rastrear una vasta red de consumibles y encontrar en los confines del mundo el capricho que colme nuestra felicidad. En cambio, no existe un programa que interrelacione a seis millones de sujetos sin trabajo y construya automáticamente medio millón de cooperativas. Preferimos fijarnos en las anécdotas, las derivamos hacia un negocio y despreciamos lo fundamental, aún a sabiendas de que la mirada de cualquier observador —como dicta la mecánica cuántica— sea capaz de influir sobre cualquier circunstancia. Basta con ser testigos de un suceso. La única condición es la de estar vivos y a veces incluso ni eso porque es suficiente con estar, en el momento exacto, para dejarse llevar por la inercia. Por esa causa nos afanamos en plasmar cada instante de la realidad mediante fotografías o películas y en ocasiones lo hacemos de un modo tan compulsivo que ya no encontramos placer en mostrarlas a familiares y amigos sino que las ponemos al alcance de cualquiera subiéndolas a YouTube. Resulta paradójico que, mientras nos tratan como a objetos funcionemos por la vida como medios de comunicación. Lo cascamos todo, hasta lo que nos perjudica.