Cada cual tiene su momento «tacita de bonka», ese ratito donde se abandona al relax y se olvida de sus preocupaciones. Eloísa, de apenas veinte años —otra de las vecinas que constantemente se sumergen en agua al otro lado de mi tabique—, le gusta emplear su tiempo en viajar del entresuelo al ático calzada con chanclas y cargando sobre sus hombros una larga toalla de colorines. A las dos y media de la tarde, aproximadamente, y cuando el sol golpea de lleno en los ladrillos de la antigua ortopedia donde vive con sus compañeras de piso, cierra la puerta de resbalón y comienza a subir las escaleras con mucha parsimonia . Desde mi despacho se escucha nítidamente el ritmo desacompasado de su cojera, no en vano arrastra una pierna, creo que la izquierda. Agarrándose a la barandilla va construyendo Eloísa por los escalones del inmueble una melodía muy especial.
Esta mañana, a la hora del café, le he preguntado a Jenny —la que se sobra cuatro pueblos con el cristal— a dónde iba su amiga a semejantes horas y con la chicharra que pega. Ella me ha dicho, con la falta de vergüenza que le caracteriza, que no era asunto de mi incumbencia y acto seguido se ha puesto a chatear por el ipod que cuelga de su ombligo. No hay acicate mayor para un chismoso como que le nieguen la información. Soy consciente de que en lo más alto del edificio, un bloque de más de sesenta años que acaba en la cuarta planta, no existen espacios comunes. No tenemos un tendedero en la azotea, así que Eloísa, una mujer tímida y poco dada a enseñar el tipo en una piscina pública, difícilmente podrá encontrar su «tacita de bonka» en el ático, salvo que haya hecho amistad con alguno de los vecinos.
Por lo que he podido averiguar, Eloísa estuvo a punto de perder una pierna en Caracas, cuando le arrolló un isocarro que se subió a la acera. Desde entonces le desagradan profundamente todas aquellas palabras que empiezan por ese prefijo griego que, sumado a cualquier concepto, atribuye cierta igualdad terminológica a los principios que describe. Desde la isobara al isótopo, pasando por el isósceles o la isotermia, la perfección que entrañan los vocablos recuerda a Eloísa el accidente que sufrió en Venezuela, cuando su belleza adolescente se vio truncada por la maniobra estúpida de un repartidor y toda su vida, que hasta entonces era isocrónica, se convirtió de pronto en una realidad clandestina. Ésta es la razón por la que Jenny se niega en redondo a ofrecer la más mínima explicación en torno a las andanzas de su compañera de piso. Y mucho menos en verano. A duras penas se mantiene entre ellas la isoquimenia cuando llega el invierno, porque es bien sabido que los cojos, al igual que los sordos, no tienen buenas pulgas. Tuve que extraer la información a uno de los teleñecos, el más alto, que todavía conserva intactas tres o cuatro neuronas.
Volviendo de la cafetería me encontré al teleñeco alto sentado en la escaleras del rellano, justo a la entrada, detrás del cubo de la basura y con la vista perdida en la esquina superior del portal, donde una araña iba tejiendo su trampa cerca del cajón de los contadores.
A menudo hacía guardia en aquella zona como si se tratara de un masai de Bujaruelo, esperando que asomara la testa alguno de sus inquilinos para darle la brasa. Pero con las lluvias ciclónicas que anoche azotaron la ciudad era evidente que se le habían aguachinado los circuitos. Lo noté en que se pasaba un pañuelo por el morro varios minutos después de que se le hubiera caído la baba, la cual iba formando una masa viscosa en el escalón que yacía entre sus piernas. Era el momento idóneo, su particular «tacita de bonka», para sonsacarle al abuelo unos cuantos datos y ponerme así al cabo de la calle. Ni se me pasó por la cabeza que estuviera teniendo una bajada de azúcar.