Se está rebajando la expectación. Al partido en el gobierno le disgustan las algaradas inacabables, aunque se realicen los sábados por la tarde, y a los medios de comunicación ya no les apasiona tanto ofrecer una amplia cobertura de las protestas. El resultado se mide por picos de crítica y hondonadas de inflexión. Por un lado, el gobierno comienza a separar en las manifestaciones a golpe de porra y abriendo cabezas a los ciudadanos más jóvenes de los más mayores. Y por otro, los medios exprimen las noticias de las corruptelas mientras reducen la importancia de las protestas. Lo estamos viendo a través de las interpretaciones que se hacen sobre lo que ocurrió el pasado sábado en Madrid. Una vez que termina oficialmente la convocatoria frente a las vallas de la policía, instaladas cada vez más cerca de la plaza de Neptuno y cerrando el acceso a toda la carrera de san Jerónimo, los miles de personas que se habían congregado allí se van disolviendo tranquilamente. Sin embargo se producen después una serie de lamentables detenciones en Atocha cuya información sólo puede obtenerse mediante las redes sociales. Y cuando las noticias llegan por fin a los medios casi siempre acaban siendo tratadas dentro de la categoría de sucesos. Debemos entender que es precisamente en Atocha y Lavapiés donde se congrega la sociedad más crítica de la capital y que no es la primera ni será la última vez que la policía antidisturbios termina practicando razias en esa zona después de las manifestaciones, hasta el extremo de que se está convirtiendo en un hábito.
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La televisión suele consumir vorazmente este tipo de episodios con el amarillismo que la caracteriza, pero una vez que se harta de ofrecer palizas las posterga -como siempre ha hecho- al territorio de los actos vandálicos. En sintonía con esta actitud, hemos visto a la delegada del gobierno en Madrid loando las virtudes pacíficas de la marea ciudadana del sábado, aceptando una postura inédita hasta entonces y que contradice a otras de su propio partido, las cuales contemplaban a los manifestantes como herederos de los golpistas de antaño. Incluso muestra a los espectadores tres botellas, que en apariencia podrían ser tres cócteles molotov, a los que califica de artefactos explosivos, afirmando para su oprobio que fueron desactivados por los Tedax. Estoy convencido de que la vis cómica de esta señora, por mucho que juegue con la ignorancia ajena, aún conseguirá en el futuro superar su propio esperpento, pero la naturalidad con la que aceptó esta vez la contestación en la calle indica que el daño que producían en un principio está remitiendo. El sistema se ha acostumbrado ya a que la gente se aproxime a una distancia prudencial del parlamento, logrando además que el espacio designado a las Cortes ocupe un perímetro tan grande como absurdo y que los manifestantes, por innumerables que sean, se ocupen de mantener el orden y vuelvan luego pacíficamente a sus tareas.
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Las revueltas generadas alrededor del 15M entran así en un periodo de latencia. Empieza a dar lo mismo que sean cinco o seis, que lo llamen democracia y no lo sea o que se haya agotado el pan de los chorizos: la maquinaria del sistema resiste los embates y defiende sus estructuras. Y lo que es más triste: sin que tiemble la mano que maneja la porra. Otro asunto es la credibilidad política, que está muy diezmada. Sumergidos en un mar de huelgas y con un desempleo galopante, cuyas cifras podrían alcanzar los seis millones y medio de personas a finales de año, sufriendo además recortes y privatizaciones, observamos a Urdangarín bajando y subiendo la cuesta del juzgado. Incluso leemos en los periódicos que una tal Corina, la entrañable amiga del rey, tan solo trataba de ofrecer un «trabajo digno» al majo de Iñaki. La sociedad en su conjunto se siente más que harta e indignada con todo este runrún, pero no encuentra un flanco abierto en la desmoronada actitud de sus gobernantes para que rectifiquen su conducta. No ofrecen explicaciones y nadie dimite, prefieren huir hacia delante y durante los próximos meses, si no me equivoco, vamos a vivir tiempos todavía más revueltos. A medida que se acerque la fecha del 14 de abril se centrará la contestación en un cambio de régimen, alentándolo incluso como una fórmula de estabilidad dentro del sistema. Esta fisura, cada vez más evidente, se ampliará según crezcan los escándalos que sufren tanto el partido gobernante como la corona. Y la única manera que hasta ahora encuentra el gobierno, para frenar de algún modo la espiral de los acontecimientos, no es otra que la de magnificar su interés dejando que se consuma después en sus propias brasas. Así se irá pudriendo la situación paulatinamente. Nadie espera a estas alturas grandes cambios, excepto que la sobrina de Aznar acabe en Sálvame y cosas parecidas.