El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 3 de octubre de 2009

Quebraderos de cabeza




  Cuando ocurren grandes desgracias, sobre todo en algún sitio al que he viajado, me engancho a las noticias que llegan desde allí como si estuvieran pasando a la vuelta de la esquina. No sabía, sin embargo, que pudiera pasarme lo mismo con los lugares que voy a visitar pronto e incluso con los que me gustaría conocer en un futuro, por lejano que se me antoje. Supongo que el fenómeno es aplicable a cualquier zona del universo —no suelo poner vallas a la imaginación— y quién sabe si en las próximas reencarnaciones, en lugar de enterrarnos, nos mandan al desgüace y utilizan nuestros intestinos para construir un velero solar o quizá una camioneta propulsada mediante garbanzos, tal vez algún alma caritativa me lleve entonces a dar un paseo suborbital. No pierdo la esperanza.

  Los avances científicos se asemejan a las viejas pócimas de los alquimistas. Se necesitan varias vidas completas para tener una mínimamente aceptable y nuestras neuronas se refugian en la ficción como si se tratara de un medicamento contra la gripe, así que la existencia nos parece un puzzle. Resulta ridículo que nos empeñemos en armar las piezas porque ellas solas se acoplan y se extienden sobre el tablero de la vida como les da la gana. A medida que el tiempo avanza resulta imposible acoplarlas según nuestro patrón, de modo que intentamos desesperadamente formar con ellas un cuadro legible, una poesía fotográfica o una canción coloreada. Mientras el resultado tenga cierto sentido nos damos por satisfechos. A diario nos llueven cientos de piezas sobre la cabeza y seguimos intentando juntarlas para ver si tienen algún sentido y concuerdan con nuestro croquis. Es inútil hacerse un plan, no merece la pena, con un guión sencillito nos sobra y nos basta.

  Mientras estaba leyendo el último libro de Bernhard Kegel, para hacerme una ligera idea de cómo es la vida en Nueva Zelanda, se desató en el océano Pacífico una erupción volcánica a más de cuatro kilómetros de profundida generando un maremoto. Varias páginas después, y justo a la misma hora, en la novela que estaba leyendo se formó una ola gigante de cuatro metros de altura hasta conformar un tsunami pavoroso. El tsunami de las páginas de «El Rojo» y el tsunami de la vida real se pusieron hasta tal punto de acuerdo que dejaron centenares de muertos en Samoa y en Tonga, naciones vecinas del país que visitaré a finales de octubre.

  Por si fuera poco, Álvaro Díaz Palacios, el jóven pintor del que hablaba en la crónica anterior, me envió desde Chicago la dirección electrónica de una amiga que reside en Nueva Zelanda y que ahora está en Zaragoza. Las piezas del puzzle se han ido armando y enrevesando desde entonces. La temida operación de mi madre se ha resuelto de manera favorable con una inquietante rapidez, tan deprisa como mi compañera sentimental agarraba un catarro de órdago y se quedaba medio afónica. Todo esto pasaba mientras las aguas del Pacífico barrían a la velocidad del vértigo ese maravilloso collar de islas que conforman la Polinesia, creando terremotos devastadores en Sumatra y desapareciendo después como si nada hubiera ocurrido. El mundo es un pañuelo.