Empezaba a pensar que no existían las ofertas o que en el mejor de los casos eran similares a las garantías de antaño, compromisos que no duraban más allá de lo anual, pero ya se sortean contratos de seis meses como si fueran para siempre. Un empleo que sobrepase las dos temporadas, las dos estaciones, envejece y muere tan rápidamente como las modas, y sin embargo se considera indefinido, casi eterno. Nuestro presente inmediato, mientras tanto, toma el aspecto de una teleserie: apenas dura cuarenta minutos y está plagada de anuncios. No me extraña pues que se rifen los trabajos mediante la compra de boletos de lotería, igual que sortean un jamón o una camiseta. Estamos llegando al extremo de que ganarse la vida resulta incompatible con el esfuerzo o la capacitación. Más bien es fruto de la casualidad porque tenemos la impresión de estar viviendo de chiripa.
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Durante las épocas más grises de la historia, la estabilidad se trastoca de tal modo que se confunde con un fenómeno meteorológico. Hace apenas un lustro, imaginarse un horizonte tranquilo suponía aprobar unas oposiciones e instalarse después en la seguridad laboral más absoluta. Pisando firme en el terreno de las instituciones públicas, podías adquirir un domicilio, criar churumbeles y organizar tu futuro con un mínimo de libertad. Este era el ideal de la clase media, al que se ha ido sumando con el paso del tiempo la tarjeta de crédito, el coche, la tele de plasma e incluso la segunda residencia. Meter a los abuelos en un geriátrico, mandar a los nenes a estudiar al extranjero y dedicarse a conocer el mundo ya es harina de otro costal. La estabilidad permitió a los pudientes estirar su futuro hasta rayar las posibilidades de las clases más adineradas, pero el común de los mortales nos quedamos a verlas venir..
En la parálisis actual, las opciones más viables pasan por hacer malabares o lanzarse al funambulismo. La realidad se ha vuelto tan metaestable que los jóvenes ni siquiera guardan la esperanza ni el recurso de llegar a ser funcionarios, ese conjunto de individuos a los que el gobierno considera una especie en vías de extinción. Los jefes tienen otra idea de lo que es el paraíso. Oyen hablar de minijobs en los telediarios como si los hubieran inventado en Alemania, pero llevan décadas experimentando con ellos aquí —con los minijobs y con los jóvenes— hasta que han reducido la sociedad a una simple caricatura. Y no de lo que fue sino de lo que tendría que haber sido. La verdad es que nunca hemos disfrutado de un auténtico estado del bienestar. Da grima reconocerlo. Tal vez las gentes de Reikiavik comprendan en toda su extensión lo que significa pagar impuestos y recibir a cambio unas prestaciones de lujo, pero en esta península hemos abonado siempre más dinero de lo que dicta la lógica por unos servicios bastante tacaños. Y ahora pretenden que paguemos el doble por menos de la mitad. Es raro que miremos con nostalgia lo que nos están robando, supongo que comparado con lo que quedará en el futuro, tras la poda a la que nos someten, el pasado nos sabrá a gloria.