Lo monárquico permite las excepciones que otorga pertenecer a un linaje, se ampara en la existencia de clases sociales para sobrevivir a los cambios y se sostiene gracias a las páginas de cotilleos, los programas del corazón y la prensa rosa. Con seis millones de parados es un escándalo alimentar el glamur y una ruina fundirse lo que no se tiene en guirnaldas, banderitas y francotiradores. A estas alturas de la Historia resulta ridículo coronar otra cosa que no sea una montaña.
A los que ponen siempre como excusa que un jefe del Estado nos saldría más caro que un rey, les diré que una familia real, con sus dobles parejas de reyes y reinas, su princesa y su infanta, amén de la prole que vayan criando y toda su parentela, para un país en decadencia resulta un dispendio idiota. Es más, los presidentes del gobierno que han pasado por la Moncloa se han ido acostumbrando a actuar también como jefes de Estado, dejando casi siempre a la vicepresidencia de turno que dé la cara por el gobierno, como si tuviéramos primer ministro también. Gozamos de reyes y exreyes, presidentes y expresidentes, a los que hay que nombrar como si aún estuvieran ejerciendo. Así que yo quitaría un poco de envoltorio para que el regalo de la democracia representativa no fuera tan ostentoso y en la república futura me iría deshaciendo del cargo de jefe de Estado, porque estoy convencido que del sarampión de las vicepresidencias no nos librará nadie.
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Alborozarse porque un sujeto vaya a sentar sus nalgas en el trono es algo que no va conmigo. Sólo la gente más carcamal o la que vive en su propio limbo es capaz de emocionarse con la parafernalia. Es tan absurda la situación que para sostenerla hay que llenar de fusileros los áticos de la zona donde se celebrará el acontecimiento, y por añadidura los de todas las calles que atravesará el cortejo hasta llegar a palacio. Ya no se sabe si es la corona la que sostiene el sistema o son los dos partidos mayoritarios los que aguantan a la corona, en cualquier caso ambas instituciones, políticos y reyes, causan vergüenza ajena a la población y deterioran con su persistencia y continuismo la normal convivencia de sus súbditos, lo que crea alarma social. Y la alarma social es ya de tal envergadura, que los colectivos afectados por el gobierno, a falta de alguna institución que mediara por sus intereses, se han visto obligados a organizarse por su cuenta. Creando mareas, plataformas e incluso partidos con el muy sano propósito de defenderse.
Antes tenía cierto sentido pagar impuestos porque recibíamos algo a cambio de nuestro dinero. El trabajo nos garantizaba una jubilación o incluso un subsidio en caso de perderlo. Con los impuestos nos costeábamos una sanidad y una educación, pero ahora sólo sirven para mantener a una pandilla de impresentables en sus poltronas. Cada vez es más nítida esta fotografía social entre la mayoría de la población, agotada de escándalos y pufos. Vemos que el dinero de todos acaba en sus bolsillos y que en vez de reconocerlo se enrocan en sus privilegios. Da mala gana y asco contemplar el descaro con el que mantienen unas estructuras caducas y corrompidas mientras celebran la llegada de un nuevo rey. Lamentando incluso que no se haga a lo grande, demostrando una y otra vez que hay pasta para lo que interesa. Y lo que interesa, salta a la vista, no tiene nada que ver con el bienestar de la sociedad. Esta peña es peor quer la gripe de Shangai.