A los políticos no les gusta que les señalen y menos aún que acuda la gente hasta el portal de su casa con el propósito de dar la tabarra. A este tipo de acciones, en la jerga de los activistas, se las denomina «hacer un escrache» y cuando los políticos sufren un «escrache» se sienten tan mediatizados y vulnerables, tan poca cosa como cualquiera. Semejante indefensión les descompone por dentro, por eso defienden su excepcionalidad a capa y espada. Y cuando hablamos de que el país aguanta una corrupción galopante, sus ánimos se soliviantan de igual manera. A su juicio, los honrados y los mangantes no caben en la misma saca, luego debemos aprender a separar la paja del trigo y entrar en distinciones. ¿En qué quedamos? O son iguales o son diferentes. Si hay que tratarlos de formas distintas nuestra relación con los ladrones no puede ser idéntica a la que mantenemos con los honestos a carta cabal. Comprendo que a los políticos les guste ser intocables, pero los demás también tienen derecho a sentirse especiales. Para exigir una buena conducta a la ciudadanía hay que ganarse primero su respeto. Y el respeto no es inherente al cargo que se ocupa y al poder que se tiene, sino al uso que se hace de él. Es propio de idiotas creer que el pueblo va a aplaudirte después de hacer trizas su sanidad y su educación, por no hablar de la vivienda o de la justica.
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Los políticos, al jurar el cargo, sufren de repente una despersonalización espontánea gracias a la cual maniobran durante cuatro años con absoluta impunidad. Pero es difícil, por ejemplo, separar a Mariano, el presidente del gobierno, de su propia persona. O es él o es otro. Me importa un bledo que se coma los mocos, pero si va de limpio y hace bandera de la higiene personal nada me impedirá después tildarle de hipócrita. En cambio escuchamos de sus propios labios el triste reconocimiento de que no ha cumplido con su programa electoral y, por absurdo que parezca, sostiene Mariano en un alarde de esquizofrenia que ha cumplido con su deber. ¿Acaso no es su deber el cumplir con su palabra? La zanja que separa la teoría de la práctica esconde al mismo tiempo una desproporción entre la esfera laboral y la privada. Si los que no se sienten monárquicos afirman incluso que son juancarlistas, ¿acaso es posible separar a Juan Carlos de su título de rey? Nos guste o no, las personas imprimimos nuestro sello personal en las actividades que desarrollamos y por lo tanto estamos sujetos a la crítica, no sólo en el trabajo sino en cualquier sitio. Otra cosa es que alguien nos parta la cara o promueva nuestro linchamiento. Va siendo hora de que los políticos, como el resto de los mortales, paguen el precio de su error.
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Preservar con tanta delicadeza los espacios que frecuentan los cargos públicos, igual que ocurre en las estaciones de ferrocarril y en los aeropuertos, convierte sus domicilios y oficinas en salas vip. El derecho al honor y a la intimidad es un territorio sujeto a la ley pero también a la ética, de modo que alberga contradicciones. Estas contradicciones alejan de tal modo a la casta política de la realidad que hasta ellos mismos se dan cuenta de la desafección que les rodea. Amparándonos en que la ciudadanía tiene derecho a una vivienda digna y que su residencia es inviolable, los cargos públicos no deben hacer de su casa un fortín mientras los domicilios ajenos se desahucian tranquilamente. Tampoco pueden estar en misa y repicando. Algo parecido ocurre con las siglas de los partidos que defienden. Si militan en uno de ellos, de algún modo lo representan allá donde vayan y no sólo están expuestos a los abrazos y los aplausos de los mítines electorales, también a la crítica o a los insultos cuando vienen mal dadas. Son gajes del oficio. Y de un oficio, además, al que se accede con cierta vocación de servicio público. Si por efecto de algún tripi se presentan de pronto en una manifestación con el ánimo de apoyarla, lo más lógico es que les manden a hacer puñetas porque la gente ya no está para tontadas.Ya hemos aprendido a decir que no es algo personal, que se trata sencillamente de saber en qué lugar está cada uno.