Últimamente me cuesta una barbaridad coger un lápiz y y emborronar un folio, ¿estaré pasando una crisis de creatividad? ¿Hasta qué punto es normal llegar a aburrirse con lo que a uno le gusta? Todavía recuerdo el ripio que con frecuencia emergía de la garganta de mi padre lo mismo que surge un ensalmo desde el púlpito de una iglesia o se dibuja una maldición sobre la palma de tu mano.
«Tengas deseos y se cumplan».
Nunca hubiera llegado a pensar que una frase, en apariencia tan positiva, podría atacar mis nervios hasta crearme un vacío del tamaño de un melón. Cuando te dedicas a estropear cuartillas, se supone que hay que buscar bajo las piedras un asunto que merezca tu atención para descuartizarlo en palabras. En otro momento me hubiera roto la cabeza con la triste idea de que no valía la pena seguir en la brecha pero ahora reconozco que me es indiferente. No es que me importe una higa, sólo que ya no me golpeo la cabeza contra las paredes cuando no consigo escribir unas cuantas líneas. Y eso es lo que en verdad me preocupa. Llega un instante en que resulta complejo asumir que no se derrumba el techo ni se abre el suelo, que nada ocurre al observar el bolígrafo y los folios, el ordenador en blanco y la libreta impoluta. Supongo que cada uno tiene su tiempo. Sufrimos tal aluvión de sandeces, con el único propósito de seguir abasteciendo de publicidad los periódicos, las radios y las teles, que ahorrarnos un puñado miserable de letras resulta un desahogo. La importancia de cada renglón escrito no tendría que medirse en céntimos de euro sino en sentimientos y emociones. ¿Para qué añádir más líquido a la jarra si no se da abasto con barriles, tuberías y acequias?
Últimamente valoro más la densidad que el volumen. Se siembran millones de centímetros cúbicos de párrafos y palabras que en el mejor de los casos pueden estar correctamente escritos pero que en su mayoría no llegan al cerebro ni, lo que es más grave, al corazón de nadie. Se compila la brillantez y la genialidad al lado mismo de lo mediocre, se amasan las ideas en papel y se forran con ellas bibliotecas enteras, ¿acaso nuestro egocentrismo es incansable? ¿Abandonar la cartografía constante de nuestros ombligos es una tarea hercúlea o el simple reflejo de una enfermedad común a la que denominamos muerte?
Últimamente, al levantarme de la cama contemplo el jerogífico que cada noche se forma entre las sábanas y aunque el patrón es similar al de la madrugada anterior cada mañana me parece distinto. La riqueza del lenguaje permite infinitas variaciones. La interpretación de una frase, dentro o fuera de su contexto, depende de los labios que la pronuncien.
«Tengas deseos y se cumplan».
Condenados a seguir narrando las pequeñas y grandes aventuras que nos ocurren en este planeta, apenas una bolita de magma, la vida se nos antoja igual de cruel que un pañuelo recién planchado: lo mismo sirve para secar el sudor, estrangular a un semejante, dar fe de su virginidad o sonarnos los mocos. Somos mariposas esclavas, polillas que aletean alrededor de la luz que desprende una farola, y como nos llega la saturación por achicharramiento, gracias a esta filosofía barata pudieron divagar a su gusto y durante toda la noche mis neuronas.
Las arrugas textiles generaban ya un panorama tan desolador bajo mi manta japonesa que semejante mapa, a la mañana siguiente, ni el profesor Manuelo, ni el maestro Timan o el ilustre señor Llakarya —adivinos que se amparan en identidades distintas para dar cobertura a una misma persona— serían capaces de interpretar mi porvenir leyendo las sábanas de mi cama. Gracias a la farra que se llevaban mis vecinas del entresuelo, una pandilla de jóvenes venezolanas con severos problemas dérmicos (a tenor de las veces que se duchan y del anárquico horario en que enjabonan sus cuerpos) consiguieron mediante un sonoro escándalo que regresara mi curiosidad. ¿Qué diantres ocurre al otro lado de mi pared?