Existen sueños abisales, tan profundos que nunca terminas de despertar y sueños de mentira, tan ligeros que no sabes si has estado durmiendo o tu cerebro no ha hecho otra cosa que pasar de puntillas por el almohadón. Últimamente, tras cerrar el libro de Bernhard Kegel —titulado «El Rojo»— donde narra las aventuras de un deprimido zoólogo alemán en Kaikoura, me paso toda la noche buscando cachalotes en Nueva Zelanda y cada dos por tres me cuelgo de la lámpara de la mesilla. Encuentro el despertador, miro la hora y me doy cuenta de que las manecillas avanzan pero que la historia se rebobina constantemente. Duermo a medida que transcurre el tiempo, incluso tengo la impresión de descansar, pero no me hundo en la fase REM. Y si lo hago, juraría que es de una manera imperceptible, como si hiciera surf sobre las olas del sueño. Me veo a bordo de un catamarán, asomado a la barandilla de la embarcación y aguardando con paciencia infinita a que un cachalote se sumerja en las entrañas del Pacífico para contemplar con arrobo su magnífica aleta caudal. No hay más en la oscuridad de las sábanas cuando se me caen los párpados, el resto es tan liviano que se esbafa en mi propia saliva y es corriente que a mitad de la noche me acerque hasta el frigorífico para regalar el gaznate con un trago de agua fresca. Acto seguido regreso corriendo al catre con la esperanza de obtener un nuevo episodio, pero vuelvo a sobar desde el único punto que recuerdo, el punto de partida y estoy siempre igual, repitiendo el sendero de la cinta de Moebius.
Hay ocasiones en que me gustaría vivir a cámara lenta y otras, en cambio, me encantaría pasar por la vida a la velocidad de la luz para alcanzar muy deprisa los capítulos más interesantes. Sin los gruesos trazos del aburrimiento no tendrían sentido las pinceladas finas de una aventura. Las ráfagas brilantes del placer, del dolor o del miedo aparecen igual que un susto, de repente y cuando estás desprevenido, de modo que la anticipación es un episodio más de la trama y por muy intensa que sea no precipita el desenlace, sólo complica los intermedios.
Antes de viajar a las antípodas me aguardan acontecimientos de variado corte y pelaje. Desde la operación de mi madre a primeros de mes, experiencia de la que no hablo mucho para quitarle hierro al quirófano y cuyo desenlace confío tan rápido como satisfactorio, hasta el cierre de los preparativos. Hay diecinueve mil trescientos kilómetros de distancia entre Zaragoza y Auckland, allá en Nueva Zelanda, vía Londres y con parada en Singapur. Tres continentes separan ambas ciudades y aún no he tomado una decisión sobre la aseguradora. Me queda por delante asumir quién llevará además el control de mi entresuelo durante el mes y medio que durará mi ausencia y esta tarde, si nada se tuerce, me espera una sorpresa.
Se trata de un cuadro de Álvaro Díaz Palacios. La extrema ligereza de los sueños también produce dispersión, pero estoy convencido de que la pintura de Álvaro no me dejará indiferente, ya lo intuí cuando estuvo por casa y ahora, sin haberla visto, me vienen a la cabeza multitud de imágenes extrañas. Como si estuviese a punto de pasar a la posteridad, suceso que nada tiene que ver con la fama sino con la libre interpretación que hace un artista sobre las personas, la sociedad y el ambiente en que se desarrollan. Somos luz y también somos sombras, emociones que se evaporan en un instante. Sueños ligeros o muy profundos esperando la realidad.