El fin del mundo se nos está quedando pequeño. Se nos administra el apocalípsis en comprimidos, lo que produce irritabilidad en los afectados pero que todavía no arrasa por completo al tejido social. Y eso que ya hemos perdido la cuenta de las injusticias y los atropellos. Nos deja fríos descubrir un nuevo caso de mangancia, aburre incluso a los analistas escuchar los discursos y china chana, tacita a tacita, nos acostumbramos a lo que nos echen. Tragamos quina hasta el extremo de reírnos de nuestra miseria y atrapados en el sistema llevamos camino de acabar en la inopia.
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En este contexto puede resultar escalofriante que un sujeto agarre una ametralladora y monte una escabechina en un parvulario, pero es una consecuencia previsible. Incluso causa extrañeza que no pase con más frecuencia, sobre todo si tenemos en cuenta el curioso hábitat en el que se crían los yanquis. En lo que antes llamábamos Occidente, y que ahora no es otra cosa que una amalgama de corporaciones, el umbral del dolor ha crecido de forma exponencial. Lo que antes provocaba espanto gracias a la reiteración emborrona la indiferencia y hasta resulta comprensible, como si formara parte de un plan. ¿Recuerdan el revuelo que produjo la primera desahuciada que se lanzó por el balcón? Hasta el gobierno se sacó del sobaco una ley para frenar los casos más sangrantes, aquellos que podían resultar apetitosos para las cadenas de televisión, esas que tan a menudo convierten las noticias en una crónica de sucesos. Desde entonces llevamos media docena de suicidios por idénticas causas y no se cambia ni una letra de la ley. Incluso ha salido un obispo a la palestra quitándole dramatismo al asunto.
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Al principio se referían a nosotros tildándonos de ciudadanos, luego nos llamaron contribuyentes, después consumidores... Entre una versión y otra también fuimos afiliados, electores e incluso público. Esta útima acepción, la de ser espectadores, es la que ahora se tambalea porque siempre nos quedará el recurso al pataleo o a cambiar de canal, y tampoco es bueno. Semejante protesta acabaría cargando la paciencia de líderes y mandamases que, acostrumbrados a una calma chicha durante décadas, ni siquiera soportan la discrepancia. Mientras evaporan los viejos derechos adquiridos, como la sanidad, la educación y la justicia, en cuyos ámbitos seremos tratados como clientes —siempre que abonemos la factura—, los jefes olvidan la ciencia y la investigación en el baúl de los recuerdos, reimplantando de paso la enseñanza del catolicismo en las aulas. Igual es que pretenden tratarnos luego como a feligreses. Sin ir más lejos se les llena la boca de tal manera que reducen su credibilidad a una simple cuestión de fe. Por eso hablan de impartir dolor y por eso cada vez son menos los creyentes. Está muy claro que nos están robando, ya sea de una forma directa y literal, o por medio de estafas encubiertas y sin embargo nos dibujan un paisaje de crisis colectiva en el que no hay más remedio que sufrir en silencio las inclemencias financieras. Y en el peor de los casos morir en una esquina procurando no llamar mucho la atención. La realidad es muchas veces tan agria que el fin del mundo se nos está quedando pequeño, seguramente del tamaño de nuestro cuarto de estar.
Quizá estas gentes vivan en un cielo muy particular, a la diestra de los consejeros de las grandes corporaciones. Quizá cobran treinta veces el salario mínimo, sueldo que en lugar de bajar subió un 4% el año pasado. Quizá se resisten a viajar en clase turista porque pierden mucha dignidad al rozarse con el resto de sus congéneres, aquellos que todavía se pueden permitir el lujo de viajar en avión. Supongo que toda esta peña, la que goza de retribuciones singulares, es la que luego va metiendo cizaña por despachos y salas de juntas para que finalmente el gobierno pida un nuevo rescate. No me cabe ninguna duda de que servirá para garantizar sus emolumentos. Ojalá sirva también para despejar las dudas, si es que para entonces todavía nos queda alguna.