El Cuaderno de Sergio Plou

      

martes 29 de enero de 2013

Herencias y abdicaciones




  Por grande o pequeña que sea una herencia, y siempre que no aporte deudas, los beneficiarios suelen tirarse los trastos a la cabeza. Todos conocemos las mil y una perrerías que se suceden entre hermanos a la muerte de sus padres, cuando al abrir el testamento descubren quién se queda con el piso y las alhajas, o incluso mucho antes, durante la enfermedad del pariente, cuando desaparecen bienes o se venden inmuebles. La hipocresía familiar, que reparte emociones y sentimientos por igual entre los vástagos, que oculta o amplía los favoritismos, suele concluir a menudo cuando el notario abre la plica y destapa las últimas voluntades del finado. Entonces se disparan los reproches y las inquinas, por eso se emplea como recurso narrativo de primer orden y suele dar tanto juego en las telenovelas.

  La verdad es que muchos de estos problemas podrían resolverse si los progenitores cedieran el testigo antes de diñarla, en pleno uso de sus facultades y reservándose el usufructo para la vejez. Pero tienden a utilizar su propiedad para controlar a los hijos, ya sea porque no los crean capaces de utilizarla conforme a sus intereses o porque nunca encuentren el momento idóneo de separarse de sus bienes. Retirarse, soltar las riendas del poder, por minúsculo que fuese, y ceder el paso a los jóvenes siempre produce cambios. Por mucha información que se transfiera entre generaciones, tarde o temprano emergen las zonas oscuras de un negocio, las fallas de un piso y los inconvenientes que trae consigo cualquier herencia. Además siempre quedará la duda de si el nuevo propietario no se beberá el bar o se comerá el restaurante a los cuatro días. Al fin y al cabo, la herencia es a la familia lo que el dinero al capitalismo, por eso una buena parte de la sociedad agradece e incluso se identifica con las familias reales, capaces de aglutinar en una sola imagen todas sus virtudes y defectos.

  En países sin tradición monárquica, o que en su momento lograron deshacerse de ella, se copian a veces los peores clichés. Por lo general, cuando una sociedad es próspera y al mismo tiempo abierta, la vida privada de sus élites suele pasar desapercibida. Sin embargo, encontramos presidentes de gobierno que hacen tal ostentación de sus vínculos familiares que son tratados por la prensa del corazón igual que si fueran simplemente famosos. Basta con recordar las últimas ñoñerías de Obama en su toma de posesión. Estos tics, habituales en la nobleza, se fuerzan de cara a la galería para obtener un plus de popularidad. De esta forma se acercan a la sensibilidad que exige de ellos la clase media y les permite valorar el nivel de simpatía que gozan entre sus súbditos o votantes. Lo hemos visto hace poco en este país con el rey, el cual, estimando que su discurso navideño y las andanzas del duque de Palma rebajaban mucho la credibilidad de la corona, decidió reaparecer de nuevo en la tele para levantar su propia imagen. Más le hubiera valido al rey que le entrevistara el loco de la colina, porque lo de Hermida, como ejercicio periodístico, fue de vergüenza ajena.

  Ahora todo el mundo se da cuenta que el rey, en el mejor de los extremos, es un abuelo con achaques y accidentes. Tiende a la caza mayor como cabra que tira al monte, no acaba de poner orden en su propia casa y con frecuencia le encuentran alguna amante. Por eso, los que simpatizan con la monarquía animan al jefe para que pase el testigo a su hijo. Una abdicación le colocaría en un atractivo segundo plano, permitiéndole una vía menos expuesta a las cámaras y a la cual podría dedicarse sin grandes fingimientos. La reina de Holanda, como su madre con anterioridad, acaba de hacerlo y en los Países Bajos nadie discute la medida. Claro que aquí todavía estamos buscando en las cunetas a los fusilados durante la guerra civil y puestos a cambiar de rey igual considerábamos más interesante optar por una república. Sin embargo, es casi imposible encontrar entre los dos grandes partidos de la clase política a alguien que apueste por un régimen distinto al de la monarquía constitucional. De modo que, salvo un desbarajuste en el panorama, no caerá esa breva y tendremos monarquía para rato. Asistiremos a la decadencia física y social del rey lo mismo que comprobamos a diario las consecuencias de la corrupción sobre la democracia representativa. La corona y los políticos seguirán perdiendo credibilidad al tiempo que la economía se desmorona.

  A mí personalmente me importa un bledo que el rey abdique o no. Pienso que el problema está en la existencia misma de la institución, arcaica por naturaleza. Aunque quizá, desde el ámbito del humor, sea más rentable que se empecine el abuelo en aferrarse al machito. Sus trápalas y ocurrencias han permitido la creación de chanzas tan memorables que su solo recuerdo empuja a la carcajada. El único problema es que la monarquía la pagamos entre todos y que la herencia se la reparten entre ellos. Con la abdicación en Felipe, soportaríamos el gasto de dos reyes y dos reinas, las viejas y las nuevas, la casa del príncipe se convertiría en la casa de la princesa y de nacer más hijos de los nuevos reyes supongo que irían naciendo también nuevos ducados y condados para los nuevos infantes, aparte de los que ya existen gracias a las hijas y yernos de Juan Carlos, que tan buen resultado están dando. La descendencia de todos ellos, aunque enseguida los coloquen en bancos, eléctricas o compañías telefónicas, alguien tendrá que aguantarla. Así que soy partidario, puestos a hablar de abdicación, a entenderla etimológicamente en su sentido de renuncia al trono. Al fin y al cabo, los reyes siguen siendo reyes aunque no tengan un reino que gobernar. Y eso que nos ahorramos todos.