Por muy mal que se lo monte un gobierno es difícil que caiga y mucha gente se quema en el intento. Asediados por la desesperanza o empujados por la ilusión, se lanzan a una carrera breve pero intensa y cuando llegan a la meta comprenden que la pelea acaba de empezar. Un sistema como el que sufrimos tiende a difuminar la realidad y resulta más complicado hacerse una idea general del panorama. El tejido económico de nuestra sociedad se sustenta en mil quinientos individuos, los cuales manejan más del 80% del producto interior bruto. Este millar y medio de sujetos son los que detentan el poder real, construído en su mayor parte sobre herencias de antiguas fortunas y anclan sus raíces en apellidos de solera. Maniobran conforme a sus intereses para mantener el estatus, no son amigos de los cambios salvo que les favorezcan y la única regeneración que entienden es la de abrir nuevas expectativas para sus respectivos negocios. Desde hace siglos, y con atípicas excepciones históricas, la casta de la que hablo ha ido gobernando la península donde vivimos de forma directa —entrando en política y asumiendo el poder— o delegando su representación en cargos públicos a los que unta, catapulta o retira, según su rentabilidad y confianza.
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Las únicas transformaciones sociales se han producido en dos ocasiones: cuando el volumen de negocio ha sido tan grande para los jefes que no daban abasto o cuando se reducía de tal modo que no les merecía la pena el esfuerzo. Si en el primer caso la clase media se multiplica hasta el extremo de alumbrar nuevos ricos, en el segundo se destruye a marchas forzadas pero en raras ocasiones los más humildes dan la vuelta a la tortilla y cuando se produce esta rebelión tiene que ver siempre con el desplome del sistema. Hace tiempo que no nos veíamos en una inflexión como la actual, donde el futuro se pinta de negro y parece que va para largo, así que la sociedad en su conjunto demanda un mínimo de estabilidad. De hecho, los que aún sobreviven al desastre parecen dispuestos a tragar lo que les echen siempre que el plazo del deterioro sea asumible y luego volvamos a la normalidad. Entienden por normalidad, el regreso al modelo anterior de prestaciones y derechos que ahora nos hurtan, y dicha reimplantación tendría que producirse junto a la expansión económica, que favorecería el empleo y por lo tanto el consumo.
La clase media que todavía resiste a la caída pregunta cuánto va a durar el suplicio y si merecerá la pena después, cuando salga el sol por Antequera, haber sobrevivido a la quema. Los más sesudos economistas reciben en sus despachos las cartas de algunos de ellos buscando respuestas y tan magníficos profesionales, para espanto de los remitentes, no hacen otra cosa que sorprenderse ante la realidad que les exponen. Por lo visto, desde su jaula de cristal, no eran capaces de percibir la magnitud del problema y al no saber, por expresarlo suavemente, el terreno que pisan resulta obvio que están defendiendo los intereses de una minoría. Los analistas, en cambio, quizá por estar emparentados de algún modo con la sociología, comprenden que estamos sufriendo un proceso degenerativo de imprevisibles consecuencias. Observan que, por un lado, existe una sociedad gremializada que defiende sus derechos en la calle mientras que, por otro, un puñado de millonarios extrae pingües beneficios favoreciendo incluso el derrumbe social. Basta con leer a David Christian para entenderlo de una manera científica. Así que la clase más adinerada, la que trabaja para los mil quinientos individuos que controlan el 80% del PIB estatal, no está dispuesta a soltar las riendas de la gobernación aunque les lluevan chuzos de punta. Transformar esta realidad de una manera profunda será una tarea extenuante y requerirá del apoyo de todos. No vayamos a creer ahora que con un debate sobre el estado de la nación igual cambian las tornas. No seamos ingenuos.