El Cuaderno de Sergio Plou

      


martes 19 de enero de 2010

De espaldas




  Hay múltiples maneras de encontrarse a la gente, pero a mí me encanta no topármelos de bruces sino de través, canto o perfil, y mucho mejor si descubro a alguien sin que se dé ni cuenta. De espaldas puedes decidir si te apetece o no establecer las clásicas conveniencias de un saludo. Saludar es como desear la salud ajena, que siempre es un acontecimiento barato pero incómodo, porque nos recuerda que tarde o temprano la vamos a diñar y a casi nadie le apetece. Esa es la razón por la que me deprime visitar enfermos. Me encoge, literalmente, contemplar la desgracia ajena. Enseguida noto que el jersey me viene holgado, y no es por un exceso de sudoración o que me haya dado por adelgazar de repente, sólo siento vergüenza de estar sano. Por eso aconsejo a la gente que se cuide, no me gustaría acudir a su domicilio y menos aún aquejado por el síndrome del increíble hombre menguante. Encontrarme en esa tesitura es para mí tan desagradable como escuchar que un conocido estuvo a punto de saludarme en la calle, pero al verme distraído y de espaldas, embebido en mis pensamientos o absorto en las musarañas, prefirió no entrar al trapo. ¿Acaso sintió que estaba enfermo?

  Para resolver el problema suelo preguntar en estos casos a dicha persona dónde se produjo el desencuentro —hora, día y lugar— mientras busco detalles en mi memoria y averiguo si era yo el que estaba allí o se trata sin duda de una equivocación. En ningún instante cuestiono la apetencia ajena de establecer diálogos insulsos. Tampoco me planteo si quizá se produjo en el pasado un episodio tan lamentable como ignoto, cuyo efecto más misterioso sea el de alterar una relación, por nimia que fuese, elevándola al rango de las negaciones de saludos. Para mis pobres entendederas, estas menudencias carecen de interés. Los errores de percepción, sin embargo, se me antojan fenómenos demoledores.

  Al no gozar de carnés ni pasaportes que muestren nuestra imagen trasera, un hecho tan triste que de por sí enmarca el nulo interés que los gobernantes tienen por la cordura de la ciudadanía, termino por situarme de espaldas a un espejo y agitando otro más pequeño en mis manos, como si estuviera haciendo señas a un avión, con el propósito de descubrir cuál es mi fisonomía oculta, la que no puedo apreciar al afeitarme. El resultado siempre es incierto. Comprendo que, con tantos millones de habitantes que pueblan el planeta, resulte fácil hallar un doble, pero de espaldas seguramente tendremos cientos de réplicas. Cualquiera nos puede tomar por otro y creer que somos pródigos, desaparecidos o incluso cadáveres que andan. Sin saberlo podemos estar debiendo una fortuna o —nunca se sabe lo que es peor— reflejar la imagen de un personaje tan abyecto que su mera presencia despeja la acera de transeúntes. Quién sabe si hicimos daño a conciencia o sin querer, quién sabe si proyectamos a nuestras espaldas la estampa de un torpe o de un forajido. Cualquiera puede pensar por un momento que estamos pillando un resfriado o que, de haber sufrido un accidente y haber perdido un miembro en el desastre, pudiésemos recuperarlo de pronto como si fuera un recortable. Vistos de espaldas somos tan difusos que producimos vértigo y cualquiera, en el más sorprendente de los casos, podría tomarnos incluso por nosotros mismos.