Hace bien poco se detectó que la gente con menos poder adquisitivo, los que estaban al borde de la pobreza pero aún tenían un puñado de monedas en el bolsillo, habían acabado largándose a Ikea para llenar la tripa. Podían deambular por los almacenes resguardándose de la intemperie, sentarse en un sofá de los muchos que lo pueblan y pagar por un menú entre seis y ocho eurales. Con ese gasto total de ocho euros han llegado a comer hasta seis personas, que ya es decir, y que yo sepa no ha muerto nadie. Ni siquiera de empacho. Recuerdo de mi última visita que también se podía desayunar un café y un bollo por cincuenta céntimos, pero el bollo dejaba mucho que desear. Con anterioridad se habían descubierto ya los perritos de la cafetería por medio euro y la increíble ración de albóndigas a un euro. Siempre que he tenido la oportunidad de pedir unas pelotillas del Ikea el aspecto de las mismas me ha echado para atrás. Aunque reconozco que si no hay otra cosa te zampas lo que haga falta, ahora no me arrepiento de despreciar estas viandas porque estaban hechas con carne de caballo. Y no tengo nada contra el equino, pero me gusta saber lo que mastico antes de proceder a la ingesta. Tampoco me he metido entre pecho y espalda ninguno de los perritos que exponían en el mostrador. Parecían un tanto raquíticos y apergaminados, así que vete a saber de qué estaban hechos. En cambio tengo mis dudas con la tarta Mörk Choclad —lo reconozco, soy laminero y no lo puedo evitar— y ahora estoy con el estómago revuelto y la mosca detrás de la oreja.
|
Este malestar general, fruto de la imaginación más que de un trastorno digestivo, es debido a que en Shanghai detectaron bacterias fecales en dichas tartas. Según el jefe internacional de este almacén de cachivaches, conviene llenar la panza de los clientes a un módico precio entre otras razones porque han comprobado que un cliente hambriento no compra muebles. Desconozco si un cliente que sepa de verdad lo que se come en el bufé se atreverá siquiera a pisar la tienda, pero si los chinos dicen que las tartas tienen mierda, con lo poco aprensivos que se me antojan, es que algo huele mal en todo este asunto. Los suecos se han apresurado a desmentir por zonas el hallazgo, jurando que en Europa sus tartas no presentan ni por asomo trazas de coliformes. Los coliformes, ahora que vivimos en la era digital, ya habían colonizado los teléfonos móviles y las tabletas. Igual que antes nos íbamos al baño con el periódico o el Hola bajo el brazo, hemos adquirido la costumbre de llevarnos la tecnología al retrete. Somos así de descuidados —unos más que otros, qué le vamos a hacer— pero conviene asumir que, durante esta época de vacas flacas (o de caballos enjutos, que tanto da), estamos cruzando un umbral demasiado peligroso, el que separa al capitalismo salvaje de la burda escatología. Ahorrando precisamente en limpieza, como si fuera algo secundario o indigno de tener en cuenta, no es que se nos vaya a comer la inmundicia, es que la devoramos pensando que es ambrosía.