Un individuo torpe y pazguato, sin fotogenia, al que se le ve el cartón y se distrae con el vuelo de una mosca, de cuando en cuando parece sufrir deslumbramientos que desenfocan su mirada. Asumes que le habrán metido un flash en la jeta y que desde entonces no sabe qué diantres le pasa, porque está confuso y parece ausente. Le llega un olor extraño y lo vemos arrugar la nariz, como si un súcubo estuviera giñando a medio metro del interfecto. En otras ocasiones esboza una sonrisa mema, semejante a la que fabrican los niños para disimular su vergüenza o nos remite una mueca cariada, producida tal vez por una tensión nerviosa o porque su lengua está buscando un tropezón perdido entre las muelas. En cualquier caso don Mariano, o simplemente el señor Rajoy, presidente de gobierno, es un sujeto inconexo de barba recortada y canosa al que le tiemblan de pronto los párpados hasta generar un tic, un guiño incontrolable y molesto que embarulla sus palabras. En sus morros, cuando el fulano en cuestión mueve la boca para no griparse, aparecen entonces las comisuras de unos labios necios, diseñados para sorber una ostra o calzarse un puro pero que, de simple aprensión, no te los imaginas besando a nadie. Como mucho sirven para cristalizar una baba y a medida que Mariano vuelve a leer de forma cansina su interminable discurso te olvidas de ella, lo mismo que haces con cualquier imperfección de las muchas que pueblan su rostro.
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Los discursos de Mariano, al contrario de lo que piensa la gente y comparándolos con los temibles rollos del Mar Muerto que lanzaban Zapatero, Aznar o González, nos parecerán eternos pero son más bien cortos. Y no sólo en cuanto al número de folios sino que, atendiendo a toda la expresión del término, están sembrados de verdades de Perogrullo. Perogrullo, o Petro Grillo —según el académico Godoy Alcántara— fue un palentino del siglo XIII que se hizo famoso a fuerza de pregonar obviedades. Pudo tratarse también de un ermitaño cuyas tendencias proféticas y verborrea generalizada causaron profundo impacto durante el siglo XV, sobre todo cuando explicaba a la concurrencia que el primero de enero iba a comenzar el año y que amanecería al alba.
Supongo que al escriba de los discursos que lee Mariano le apasionará Quevedo y Cervantes, esos grandes escritores que llevaron a Perogrullo hasta los altares de la literatura, porque suele cebarse en popularizar los recortes que nos endosa el gobierno mediante múltiples perogrulladas. Al estilo de «blanco y en botella», como si no cupiera la pintura o el batido de coco en el mismo recipiente, Mariano suele condimentar su discurso con ripios de pobre factura. Presumiendo además de que nuestra capacidad deductiva no se verá mermada, a menudo nos estimula con sandeces. Dando por sentado que no existe otra forma de hacer las cosas, demostrando de este modo que da igual quien presida el gobierno, porque haría lo mismo que él, Mariano es capaz de soltar sin un ápice de ironía que está preparando una ley para regenerar la democracia.
Y que conste que no soy de los que exigen perfección en las formas. Ni siquiera en los fondos. Ya puede venderme un tipo de blanca dentadura y chocolatina en el pecho la conveniencia de apuntarme a un gimnasio, que si me da grima difícilmente abonaré la matrícula. Puestos a sufrir casi prefiero que me dé la brasa un individuo poco agraciado por la naturaleza y a ser posible con severos defectos para que de algún modo me solidarice con su esfuerzo. Pero es que Mariano no pasa la prueba del algodón. Ni siquiera la del plumero o la de la mopa. Igual es que se ha venido arriba probando la dieta macrobiótica o la del índice glucémico y tras perder cinco kilos de golpe, así a lo tonto, sin comerlo ni beberlo —o más bien comiéndoselo todo, a tenor de la panza que luce—, decidiera ahora cultivar el pellejo y dotarse de cierto tono muscular. Mariano, el mismo que animaba a Bárcenas con mensajitos de texto en momentos de apuro, está dispuesto a vigorizar el sistema y no se le ha ocurrido nada mejor que obligar por ley a que gobierne en las alcaldías la lista más votada. Sea cual fuese la distancia que haya entre el primer partido político y el segundo , y con el propósito de que no se pongan de acuerdo entre los demás para echarle un día del sillón, el cachondo de Mariano nos viene con la perogrullada de que a partir de ahora mandará el que gane. Intuyendo el pobre que será él. Tan grande es la decadencia que lo envuelve y la sentina que lo encharca, que llega a confundir este hombre la regeneración con el
modus operandi que maneja la mafia, esa mafia que anda hoy medio colgada por efecto de los antidepresivos. Esa misma mafia que está dispuesta a cambiar las reglas del juego como si la democracia fuera una ruleta trucada y el Estado un casino de su propiedad.
Tal vez por eso, Mariano se ha propuesto levantar la moral entre sus filas, antes de que se vayan todos de veraneo, enviando al Congreso un blíster de veintiséis leyes que nos ajustarán, un poco más si cabe, la correa del cinturón al cuello. Y para demostrar la alegría y el alborozo que producen sus decretos entre amigos y socios no tarda mucho en aparecer Montoro por la televisión soltando como un vulgar Perogrullo que —literalmente— se siente muy orgulloso de pertenecer a la casta. Y no a una casta cualquiera, sino a la de derechas. Así como suena. También la Cospedal nos ha regalado los oídos aclarando sin ninguna vergüenza que ella reivindica la política como una forma de hacer caridad. Tampoco me extraña pues que Esperanza Aguirre, continuando en esta línea, se nos suba a la chepa y diga que el dinero que se recauda para denunciarla ante los tribunales tendríamos que invertirlo en algo más productivo, como indemnizar a las víctimas de ETA. El caso es que, llegados a este punto, no se ya si me produce hilaridad o espanto escuchar las paridas de toda esta chusma, pero entre lo que roban y lo que cobran estoy convencido de que deberían de guardar un perfil más bajo. Su soberbia, a fin de cuentas, no sólo causa estupor sino que redobla la inquina que les estamos cogiendo. Y no es sano.