El Cuaderno de Sergio Plou

      


viernes 25 de enero de 2013

Visión cortical




  No se puede decir que haya comenzado el año con buen pie, aunque a toro pasado tampoco lo empecé malamente. A veces me doy cuenta de un desastre porque me viene de frente y otras de rebote, como por casualidad. Debo reconocer, para sumar puntos, que el declive en el que estamos inmersos hace imposible establecer diferencias entre un año y otro, por eso durante la ingesta de uvas en nochevieja me comprometí conmigo mismo a vigilar de cerca el correcto funcionamiento de las cosas pequeñas. Las minucias suelen pasarme desapercibidas, de modo que debo prestar una atención desmesurada sobre lo ínfimo para que no me complique la existencia. Maniobrando a la manera clásica enseguida piensas que más vale prevenir que curar. Este compromiso, de cualquier manera, cayó en saco roto cuando la primera sorpresa del año la provocó el radiador del cuarto de estar, un artefacto de chapa de mediados del siglo pasado que empezó a perder agua produciendo, como no podía ser de otro modo, la consternación entre los inquilinos (dos en total, pero suficientes para formar un conjunto). Y no estoy hablando de un radiador canijo, sino de un trasto tan considerable que no entiendo cómo consiguió escapar a mi percepción.

  No soy de los que andan mirando el suelo de su domicilio, y menos a la altura de los zócalos. Las zonas aledañas son pasto de la borra y suelo esperar a que se distribuyan formando capitanas para facilitar su extracción. El tamaño idóneo que ha de tener la borra para ser considerada como basura guarda una proporción difusa entre la higiene, el decoro y las ganas que tenga de recogerla. Ya que uno de los inconvenientes del nuevo piso es la longitud de los pasillos, me ocuparía media vida esterilizar el hogar y no soy de los que limpian sobre limpio. Así que puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que el descubrimiento de una falla en semejante localización cabe atribuirse a la visión cortical. Y no la mía precisamente, sino la de mi compañera sentimental que, en un barrido ocular, debió fijar en el inconsciente la imagen de una válvula goteando sobre las baldosas. Desconozco el tiempo que llevó a su cerebro procesar la estampa. Desconozco también si el mío llegó a realizar en algún instante una foto del suceso, pero en caso afirmativo es obvio que acabó despreciándola, circunstancia que me conduce a elaborar desde entonces amargas conjeturas y extraños augurios.

  Salvo que confraternicemos con patanes, la vida en pareja multiplica las posibilidades de emprendimiento común, empezando por la convivencia en un mismo inmueble, repartiendo después las tareas y reduciendo de una forma elegante el porcentaje de equívocos, desaciertos y accidentes domésticos hasta rozar el mínimo imprescindible. El mínimo, hablando de parejas, depende de la idiosincrasia de cada una. Las hay que viven en un completo desastre y sin embargo disfrutan del caos sin prejuicios, y las hay que no se dan cuartelillo ni un nanosegundo y empiezan a preocuparse cuando todo va bien. El espectro de las conductas humanas es tan amplio que resulta complejo dedicar un minuto a los radiadores. Sobre todo si dan calor, que es de lo que se trata. Bastante tienes con vigilar la temperatura, no vaya a ser que de la euforia brote un día la depresión tras contemplar la factura del gas. Mientras me preguntaba para qué diablos serviría una válvula, cuál es su aspecto y dónde se oculta, la visión cortical empujó a mi compañera hasta el lugar exacto del problema, induciéndola a colocar bajo el radiador una fiambrera. Aunque yo hubiera dispuesto una tinaja, estuvimos repentinamente de acuerdo en apagar la calefacción y notificar la urgencia al casero, al que tendríamos que localizar en un refugio de alta montaña. Esto ocurrió la semana pasada, cuando el temporal de nieve estaba en lo más álgido.

  Como a menudo confundo la visión cortical con la imaginación, levanté en mi cerebro la imagen del casero y la pegué después sobre el fondo de un ibón, del cual iba descendiendo garboso mientras guiaba a un grupo de montañeros de vuelta al refugio. No en vano tal es su oficio, el de guiar a la gente por el Pirineo, y esta circunstancia laboral sumada a la altura del enclave no facilitaba la comunicación telefónica. Cuando saltó el buzón de su móvil comprendí que carecía de cobertura. Dejar un recado sobre calefacción a una persona que seguramente estaría pasmándose a la intemperie no se me antojó razonable, de modo que le envié un correo electrónico. Lo leería después de comer, a la hora del café y estirándose frente al viejo ordenador de recepción. Supongo que descansaría la vista en la ventana, justo allí donde iban cuajando unos chupones de hielo cuya mera contemplación destemplaba el alma. Pero como nada de esto induce a pensar que nuestro casero goza de visión cortical, lo cierto es que terminé abandonándome a la idea de que esta ausencia responde quizá a una cuestión de género. De otra manera podría haberla utilizado en un principio, antes incluso de poner en alquiler la vivienda que ahora habitábamos, dándose cuenta -por ejemplo- de que el radiador, con el trascurso de los años, se iba desencajando de la pared y al pesar igual que un muerto lo mismo terminaría dañando la válvula.

  A esta conclusión llegó mi compañera sentimental mediante una observación rigorosa. Entre tanto, yo me dedicaba a mirar de reojo la interesante postura que había tenido que adoptar para alcanzar semejantes conclusiones, y me preguntaba de paso si la única visión cortical de la que disfrutábamos los hombres estaría de algún modo ligada con la sexualidad. A falta de un escáner y la correspondiente trepanación, entendí como prueba suficiente la de cerrar los ojos y reconozco que no tuve problema en generar una detallada diapositiva de todas sus maniobras en mi cerebro.