El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 25 de julio de 2009

Vanish




  Se está armando un alboroto con Vanish. Me lo acaba de contar Ibón en el Moderno, después de darme una patada en las canillas. Mi café con leche se movió peligrosamente aunque apenas sentí el golpe porque la gélida Ibón calza en verano unas chanclas. Hablo de su frialdad emotiva porque nada a primera vista lo indica. A una mulata, nacida a diez cuadras del muelle de Maracaibo en 1985, ningún estibador intentaría buscarle otras emociones que aquellas que fuesen surgiendo de sus propias feromonas. En cambio, a los que nos dedicamos a escribir, enseguida nos pierde el chismorreo así que le pregunté si había alguna causa para recibir coces bajo la mesa. Como no obtuve respuesta la interpreté afirmativamente. Imaginé además que la razón residía en la actitud escurridiza que tuve hace un par de semanas con Jenny, su compañera de piso. Jamás calificaría mi conducta como propia de una anguila. Huir de la cafetería seguramente hizo de mí un sujeto inaprensible, pero era tan fingido el mosqueo de Ibón que aquel chancletazo era sin duda un encargo de terceros y si conviene ponerse en el lugar de los demás es para hacerse una idea de hasta dónde desbarran, no para ir recibiendo palos sin ton ni son.

  ¿Quién era Vanish? ¿De qué alboroto hablaba esta zagala? Llega un momento chungo, malo de veras, en que estás obligado a salir por patas y resulta que alguien lo interpreta a su gusto y capricho y no te lo perdona, porque a su juicio se te ha ido la pinza. Una cosa es ser el vecino de enfrente y otra distinta una cobarde rata de alcantarilla. Comprendo que es inútil luchar contra las malas lenguas, por eso todavía no entiendo cómo llegué al extremo de dar explicaciones. Quizá es que los hombres van cuando las mujeres vuelven. Quizá estaba pensando en crear una unidad didáctica a propósito de Dj Rancio. Quizá estaría mejor haciendo la maleta y yéndome de vacaciones al pueblo como todo el mundo, aunque no tuviese pueblo al que ir podría inventarme uno. Pero terminé contándole el momento cumbre de Rancio en el retrete, su ataque de pánico y que me había dado una lástima tan grande aquel hombre que no me quedó otra opción que facilitarle la fuga. ¿Resultado? Ibón se tronchó de la risa en mi propia cara.

  —¿Y qué tiene de malo escapar? A mí me parece una respuesta tan inteligente como otra cualquiera.
  —No lo arregles que es peor —me espetó.
  —A los egoistas, el paisaje general os importa un bledo, ¿no?
  —¿Y por qué me metes en el mismo pozo? —protestó Ibón—, ¿acaso piensas que Jenny no mira los chicharrones de los demás?
  —Al revés —me disculpé—.  ¡Si goza de una vista extraordinaria!

  El único problema es que sólo ve lo que le interesa.

  —No seas tan metiche —sonrió despectivamente—, su memoria es muy ladilla pero le dura lo mismo que un zaperuco.

   Ibón realmente se llama Ivonne, porque al igual que Jenny, su compañera de piso, tiene nombre de telenovela. En Venezuela se estila mucho esta manía, como en el resto de la América Latina. Aunque desconozco si fruncir el entrecejo, quitarse las gafas de sol y pedir un granizado en la barra, todo junto y mientras se iba pasando una lima descaradamente por las uñas, tal vez era fruto de otra estrategia continental, viéndola venir —en sentido real y también figurado— comenté de pasada que no estaba dispuesto a pagar sus consumiciones. Y para qué quieres más.

   Soltó que era consciente del nulo significado que para mí tenían ciertos hábitos, como el ser un amigo galante, leal y desprendido. O dicho en su jerga: «lo siento pana pero no eres mi sucursal, ¿aún no sabes que tengo un tinieblo?».

  Mientras un servidor iba mojando el churro en el café le repliqué que no se equivocara, ni yo era un niche desgraciado, ni ella se había caído de un balcón de la calle Zurita. Por un oído le entró y por el otro debió de salirle, y como se hacía la sorda aproveché para sacar a colación el hecho de que el mes pasado tuviera que dar con la puerta en las narices a una de las antiguas realquiladas.

  —¿Cómo se llamaba? —le pregunté.
  —¿Quién? — respondió mirándome de reojo.
  —La que echásteis de casa.
  —¿Cuál de ellas? —presumió. Y mientras le iba metiendo sorbos al granizado mediante una pajita retráctil dejó caer otra pregunta. —¿Ya viste el video en YouTube?
  —Video, ¿qué video?

  Hace mucho que desapareció mi sentido del ridículo, pero se me pusieron los pelos de punta y no era debido al aire acondicionado. Me contó que alguien había colgado en la red la escapada de Dj Rancio con ese inesperado benefactor que muchos en el barrio ya identificaban conmigo, y cuyas imágenes ahora no se encontraban por ninguna parte. Ibón le echó la culpa a un tal Vanish que, por lo que dicen, está levantando un gran alboroto. Vaya por delante que Vanish no es el nombre de otra compañera de piso. Tampoco es la mosquita muerta que anduvo tocando los timbres de toda la casa confiando que un alma caritativa le diera un chance en su domicilio, nunca supe a cambio de qué. Vanish, simplemente, es un nuevo programa de ordenador. Una herramienta que permite la destrucción de cualquier archivo, de una tacada y para siempre.