El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 30 de enero de 2013

Tabla rasa




  La cuesta de enero parece infinita. Nada cambia en el horizonte salvo la salud del propio sistema, cuya asfixia ofrece la impresión de estar ahogándose en su propia baba. Mientras tanto ningún jefe asume sus responsabilidades, faltaría más. Todos piensan que el desastre es un fenómeno pasajero, como la crisis programada que estamos sufriendo, y se limitan a continuar los juegos florales en el parlamento. Hemos llegado a un punto en que la mera existencia de los diputados —aunque tengan que reunirse tras las barricadas policiales que rodean las Cortes— justifica las medidas de un gobierno indecente, un gobierno que llegó al poder con mayoría absoluta y que la utiliza sin complejos para triturar los derechos sociales.

  Hasta las sesiones de control al ejecutivo, escritas previamente y cronometradas después, las cuales nunca han servido para gran cosa, se convierten ahora en un estúpido enredo. El supuesto líder de la oposición la utiliza para pedir contundencia frente a las corruptelas y el supuesto presidente de gobierno presume de que habrá transparencia, por supuesto, pero tan sólo «la justa». El resultado de toda la cháchara es que ni la contundencia será transparente ni la transparencia contundente, interpretaciones que nos inducen a pensar que ambas propiedades, para los políticos, son relativas y poco complementarias. Quizá por esa causa les parezca normal que el próximo día 12 de febrero, el señor que firma los billetes europeos, el jefe todopoderoso del Banco Central, pueda hablar en el Congreso a puerta cerrada. Sin cámaras ni taquígrafos, como si lo que tuviera que decir en el parlamento quedase reservado en exclusividad a las ilustres entendederas de un puñado de elegidos. Lo importante, por lo visto, se cocina de espaldas a la ciudadanía y así debe de ser, porque raras son las voces que discrepan entre los propios diputados.

   Reducidos al papel de espectadores, observamos con pasmo la irrupción de la policía en el consistorio de Lloret, donde apresan a su teniente de alcalde y se incautan documentos comprometedores. La corrupción de los convergentes en Cataluña se extiende de esta manera por los sumideros de la mafia rusa con absoluta impunidad. Sin que mueva un dedo la Generalitat ni se dé por aludida. Al revés, asistimos a deplorables comparaciones entre los partidos políticos, los cuales se empeñan en señalar a los demás sin mentar sus miserias. Se niegan a aceptar que esta costumbre no sirve más que para ir minando los cimientos del sistema. Y desde esta saturación, nos enteramos también de que un tal Bárcenas, el de los veintidós millones, acaba de entregar en la Audiencia las pruebas de que blanqueó diez de ellos aprovechando la amnistía fiscal del gobierno, poniendo así en entredicho al ministro de Hacienda.

   Esta circunstancia se une a otra más inquietante, y que sitúa a Bárcenas utilizando una fórmula de blanqueo privada, la de Gao Ping, cuya lista de clientes millonarios parece no acabar nunca. Este sujeto, al parecer, le ayudó a mover la pasta entre bancos suizos para escapar del fisco. Y si a todo este guirigay le sumamos la fianza de ocho millones que el juez ha interpuesto a Urdangarín —cuyo socio salpica al rey y a la infanta haciendo público el contenido de un correo electrónico—, creo que es fácil hacerse un croquis del sobrecogedor panorama que envuelve al sistema. Es cierto que el desmedido ánimo de lucro del duque de Palma, según expresa el juez que instruye el caso, lleva camino de convertirse en el auténtico ejemplo de lo que realmente significa vivir por encima de sus posibilidades. Pero a nadie se le escapa que el latrocinio, allá donde mires, campa a sus anchas. El roto es grande y la alarma que provoca el choriceo eleva cada día que pasa el hartazgo social. A esta endiablada situación nadie le pone remedio. En el mejor de los casos se intenta pasar de puntillas mientras crece el escándalo. Y con seis millones de parados no parece la mejor respuesta.