El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 27 de febrero de 2013

Las entrañables amistades




  No se me ocurriría calificar una relación de pareja como entrañable salvo que no pudiera ser otra cosa. Lo entrañable, por muy íntimo y afectuoso que sea, se ha devaluado de tal modo que enseguida lo identificas como algo propio del abuelito de la Heidi: arrumacos, ternezas y pare usted de contar. Una etiqueta de este calibre emborrona cualquier imagen sexual que pudiera enquistarse en nuestras cabezas, así que igual la eligieron a conciencia para evitar suspicacias. En cualquier caso no imagino a Corinna diciendo que se come al rey con los ojos o que saltan chispas cuando se miran, conociendo las públicas torpezas de su pareja resultaría más aceptable endulzar su campechanía hasta construir alrededor de ella alguna virtud. Ella sabrá cuál, porque a mí de pensarlo se me nubla la vista. Quién sabe, si lo entrañable parece reñido con lo fogoso, quizá esta expresión sea una forma amable de calificar lo patético. Aún con todo, no negará Corinna que el problema de mantener una amistad con un sujeto casado es que a menudo llueve la caspa. Y si el entrañable sujeto además va haciendo ostentación de que es muy católico y que tiene una familia estupenda todo se tizna de una hipocresía completa. No lo puedo evitar, pero toda esta historia me huele a sobaco y a naftalina.

  Según las malas lenguas el rey y la princesa llevan tonteando desde 2004. No es que se hayan conocido hace cuatro días, gracias a los negocios de Urdangarín o la afición común de cazar elefantes, detrás existe una relación de ocho años. Es más, según cuentan en los mentideros los cronistas del corazón, Corinna mantiene una casa en el barrio de El Pardo, cerca de la Zarzuela, donde pasa temporadas con sus dos hijos, fruto de sendos matrimonios anteriores. Se le conocen dos trabajos, fundamentados en las relaciones públicas, y un tercero que se fue al garete. Viaja a menudo y se deja retratar en los medios con frecuencia, aunque afirma que no tiene ningún afán de notoriedad. Cuarenta y ocho tacos, alemana de origen danés, Corinna zu Sayn-Wittgenstein casó en primeras nupcias con Philip Atkins, un empresario británico con el que tuvo una hija, una tal Anastasia, que ahora tendrá diecinueve o veinte años. Se divorció y tuvo un rollete con el millonario Gert-Rudolf Flick, nieto del fundador de la Mercedes Benz. Fue después, en la boda con el príncipe alemán Casimir zu Sayn-Wittgenstein-Sayn cuando alcanzó la nobleza. Por lo visto, su marido tuvo un idilio con Tinsley Mortimer, una actriz adinerada que por entonces estaba casada con Robert Livingston, el magnate de la Standard Oil, y la relación empezó a hacer aguas. Tampoco debía de ser la monda, porque el majo de Casimir durante el noviazgo ya era popular entre la jet set londinense por los saraos que montaba en su apartamento de King’s Road, donde Corinna pudo ampliar el soberbio círculo de sus amistades. De aquél breve matrimonio le queda el recuerdo de su hijo Alexander, que tendrá unos diez años, y si mantiene el título de princesa es porque ni ella ni su ex se han vuelto a casar todavía.

  Aunque parezca mentira, y lamento defraudarles, todo el cotilleo montado alrededor de Corinna y el monarca no me interesa una higa, lo que me llama la atención es el hábitat de viva la virgen en el que crece, se desarrolla y muere la chusma guapa internacional, cuyas andanzas contrastan con la realidad de tal modo que es imposible no someterlos a escarnio en la plaza pública. La plaza de ahora son los medios y las redes sociales, donde se desmenuza el intríngulis de tan entrañable amistad. Con el austericidio que estamos sufriendo a manos de nuestros gobernantes, es lógico que la gente disfrute y se indigne al mismo tiempo con las vicisitudes que atraviesa la aristocracia. Por eso se mira con lupa la frontera entre la ética y la moralidad, los negocios y las zonas oscuras, y cuando una persona como Corinna se gana los cuartos conectando a la «beautiful people», seguir el rastro de sus comisiones es tan imprescindible como leer las tontadas que suelta en el Hola, no en vano se ha llegado a decir que en este momento existen dos reinas de España. La reina que no es la oficial, como si estuviera ganando puntos ante sus futuros súbditos, asegura que consiguió vender la construcción española del tren de alta velocidad en Arabia Saudita, faena que reportaría más de seis mil millones de euros a la empresa beneficiada. Habla también de que ha prestado servicios confidenciales en asuntos clasificados para el gobierno de turno, «situaciones puntuales que ayudó a solucionar por el bien del país». Los políticos de los partidos mayoritarios se han apresurado a desmentir estas actividades dejando a la princesa con el culo al aire, aunque tampoco les he visto que entraran en el meollo de la cuestión. La monarquía está muy tocada gracias al escándalo del duque como para centrarse ahora en las entrañables aventuras del rey.

  Además, la solicitud de abdicación pedida por los socialistas catalanes acabó utilizándose como una manera de llamar la atención, un primer paso para independizar a éstos del resto del partido. La actitud derivaría después en las votaciones del congreso de diputados, sobre el derecho a decidir, donde no respetarían la disciplina de voto y abrirían un cisma. Pero la abdicación del rey en Felipe, con el show de Corinna en los medios y la corrupción galopante en la casta política, sólo podría sostenerse con un escándalo todavía mayor. El más evidente, el que implicaría a la infanta Cristina en el caso de su marido, se ha desarticulado en los juzgados sin mediar explicación alguna. Resulta difícil de sostener que la infanta haya sido tan tonta que desconociera sus trápalas, y eso que estaba en el consejo de dirección. Resulta evidente pues que se ha echado tierra sobre el asunto para no complicar todavía más a la corona en el derrumbe de las estructuras. Mientras se desmontan los derechos sociales, la educación y la sanidad, al mismo tiempo que avanza el desempleo y se piden sacrificios inasumibles para las clases menos pudientes, la decadencia y los escándalos han generado un situación de tirantez entre las cúpulas y el pueblo , reducido al papel de espectador y cada vez más harto. Un espectador, por otra parte, al que se le hurta el conocimiento de lo que ocurre en la Casa Real, mediante censuras y componendas, durante ocho largos años. Ocho años de entrañable amistad que sólo destapan el tarro de las esencias cuando resulta imposible ya continuar con el encubrimiento.