El Cuaderno de Sergio Plou

      

lunes 11 de febrero de 2013

La regeneración




  Incluso ciertos analistas de la caverna mediática hablan ya de que hay que regenerarse. No explican cómo ni cuándo. Supongo que las clases menos pudientes —y las que ya no pueden nada— están exentas de cualquier regeneración, no en vano la sufren a conciencia. Entiendo que ahora le toca al resto, a ese 1% que van por la vida de sobrados, y como no se dejan quizá no quede otro remedio que regenerarlos por la fuerza. Está muy mal visto eso de emplear la fuerza contra el poder establecido. Suena feo. Además, la fuerza de hoy no se mide por kilopondios, ya se considera fuerza desde echarse un pedo a medio kilómetro de las Cortes a bailar una conga frente al domicilio de una consejera de sanidad. Será la falta de costumbre, pero nuestros representantes se amedrentan con cualquier cosa. El gobierno, eso sí, emplea la fuerza contra la sociedad cuando le viene en gana. Creen que son los únicos que están legitimados para emplearla y la simple mención de su uso por las gentes —que no son nadie— levanta a los jefes de sus poltronas. A los jefes, hasta ahora, se les va metiendo en vereda a golpe de imputación, pero la justicia no es que sea lenta es que no da abasto y además resulta imposible de actualizar. Los juicios se eternizan. Pueden pasar lustros sin condenar a los culpables y cuando llegan las sentencias resulta que, en lo más alto de la pirámide —que diría Isabel Coixet—, se ha instalado de tal manera la podredumbre que parece el cuento de nunca acabar. Así que una regeneración desde dentro, similar a la que se produjo en las Cortes del franquismo cuando se hicieron el harakiri, se me antoja harto improbable. Los diputados sienten que son la quintaesencia del sistema y no van a perder sus prebendas en beneficio de una democracia más plural y ciudadana. Prefieren seguir con el paripé, dilatando el proceso de la regeneración hasta que echemos las papas.

  Hay otras fórmulas para acabar con la atrofia del sistema desde sus tripas, algunas permiten incluso a los espectadores utilizar ciertas herramientas sin que los jefes se mosqueen demasiado. Una de ellas, por ejemplo, consiste en conseguir millones de firmas en la calle y mandarlas después al Congreso de los diputados con el propósito de promover una iniciativa legislativa popular. Una ILP. Si la democracia estuviera bien engrasada semejantes iniciativas no serían necesarias. De hecho, los que dicen representar a la sociedad ya hubieran creado las leyes que el pueblo necesitaba, pero como la realidad es distinta de la ficción, todavía creemos por estas tierras en los magos y en las hadas. Una de ellas, de imparable verbo y compacta personalidad, es Ada Colau, portavoz de la incombustible plataforma de afectados por la hipoteca cuya comparecencia ante los diputados sirvió para defender una ley que termine con los desahucios. Cualquiera en su sano juicio, después de escuchar sus palabras, hubiera sacado a hombros por la puerta grande de los leones a esta mujer, pero es que hace mucho tiempo que la cordura brilla por su ausencia en el hemiciclo. Esa falta de sentido común es la que alimenta y mitifica a gentes como Gordillo, que haría un papelón como ministro de agricultura. O Ada Colau, que en esa misma línea podría resolver el problema de la vivienda. Pero los jefes prefieren convertir la regeneración en un arma arrojadiza, así que no están para resolver los problemas. Lo suyo es ganar tiempo para que la crisis siga repartiendo beneficios entre las grandes fortunas.

  La regeneración, para los que mandan, es una cuestión de maquillaje. En cambio, las mareas ciudadanas se han convertido en síntoma de una auténtica regeneración. De hecho hay partidos políticos en la cámara que no han conseguido tantos votos como el millón y medio de firmas que ha logrado presentar la plataforma de los desahuciados. Y sin embargo, si no ponemos remedio, los diputados se pasarán mañana esta iniciativa popular por el forro, y en el colmo de los colmos olvidarán el sentir de sus votantes gracias a la mayoría absoluta de un partido que se denomina a sí mismo como popular. Esta contradicción entre la democracia representativa y la democracia real suele colocar a los lacayos del sistema contra las cuerdas y enseguida se vienen arriba cuando a uno de sus colegas, en su presencia, lo tildan de criminal. Santiago Lanzuela, que llegó a presidente de Aragón y que ahora se ha reconvertido en el sujeto que da y que quita la palabra, ejemplifica este servilismo hasta el extremo de provocar la vergüenza ajena. Un individuo incapaz de comprender por qué está donde está y a quién le debe el sueldo, tarde o temprano formará parte del mobiliario del parlamento. A su juicio es muy peligroso que el vulgo vaya por ahí señalando a nadie, porque esta facultad sólo compete a gente como él y a su decorativo batallón de pulsadores, ese vasto conjunto de representantes que emiten su voto electrónico cuando les mandan y en perfecta sintonía con la disciplina de partido. Santiago, y gente como él, piensan que dejándote hablar en una sala tan magna y ante un auditorio tan bien educado, te están haciendo un favor. Utilizar esa palestra para poner a todos a caldo es una falta de respeto tan evidente que cualquier imbécil con ínfulas tardará poco en llamarte al orden. Y si no lo hace nadie ya lo hará él, que para eso está. Hasta entonces espero que la regeneración acabe con tanta mediocridad, porque este espectáculo no hay ya quien lo aguante.