El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 6 de marzo de 2013

La importancia discreta




  Todos tenemos nuestro carácter y nuestro corazoncito. Somos el resultado de la sociedad donde vivimos y cuando tenemos la fortuna o la desgracia de acceder a puestos de responsabilidad impregnamos el cargo con nuestras virtudes y miserias. En todos los ámbitos de la vida cotidiana se produce, a tenor de los sujetos que la compongan, una personalización de los centros de trabajo y de ocio, cambiando no sólo los gustos y las modas, sino también los olores, el colorido y la estética general de las zonas que compartimos. En otra época, cuando la información se dilataba durante meses y el transporte tardaba un espanto en aproximar a las personas entre sí, la gente se acostumbraba a designar mediante nombres y apellidos a todos aquellos que, de una manera u otra, ostentaban cierto poder entre el común de los mortales. El cura, el médico y el alcalde no sólo representaban a las fuerzas vivas de una localidad sino que jugaban al dominó en la misma tasca. Sus nombres y sus manías, sus hábitos y costumbres se desplegaban por la iglesia, el hospital y el ayuntamiento de tal manera que iban creando en el subconsciente colectivo una asociación entre el puesto y la estampa del jefe, hasta el punto de que era imposible discernir al individuo en cuestión del cargo que ocupaba.

  Salvo en los municipios más pequeños, donde todavía es posible encontrarse con el poder local a la vuelta de la esquina, la proximidad entre ciudadanos y mandatarios resulta difícil. Los beneficios del roce, para las clases dirigentes, siempre han sido cuantificables por medio de la popularidad. A medida que llegaba el progreso y la población se expandía era más difícil aplaudir o increpar a los que mandaban, lo que representó un alivio para ellos. Gracias a los medios de comunicación podían seguir transmitiendo sus mensajes sin necesidad de estar constantemente en el candelero. Lo que antes era más fácil de averiguar, los marrones y trampas de cada uno de ellos, las contradicciones entre lo que estaban diciendo y lo que hacían a nuestras espaldas, se ensombrecieron por la masificación. Y al cabo del tiempo nos encontramos hoy con la sorpresa de vivir en una aldea global que nos transporta a un sitio muy parecido al pueblo de antaño, con el mismo olor a sobaco y la misma caspa de entonces, sólo que retransmitido en una pantalla de plasma o en un ordenador, en una tableta o en un teléfono, con la misma impregnación del pasado pero a mayor distancia del poder. Por ejemplo, podemos enterarnos de que en la clínica donde descansa el rey, tras ser operado de las cervicales, ha reventado hoy una bombona de oxígeno. Lo que ha provocado mucho revuelo informativo. Y no sólo eso, también podemos conocer que un hombre de unos cincuenta años sufrió el lunes un infarto en las instalaciones que esa misma clínica tiene en la calle anexa, en sus consultas externas. La imagen de quién es el rey nos llega de inmediato a la memoria, pero desconocemos el rostro del cincuentón infartado, cuya importancia se diluye en un plano colateral.

  En este plano se observa que un sujeto corriente, desposeído del título de rey o de cualquier otro que podría añadírsele para dotarle de una mayor relevancia, no puede ser enviado a la clínica donde está instalado el monarca porque no son de igual categoría. Querámoslo o no, ésta es la realidad que subyace tras el protocolo que siguen los médicos en la consulta externa de La Milagrosa. Por eso llamaron al SAMUR para que trajeran una Uvi móvil y condujeran al enfermo al hospital de san Carlos, que está a tres kilómetros de la consulta. Teniendo a menos de doscientos metros la clínica, en la misma manzana, enseguida saltan las suspicacias. ¿Por qué se realiza una maniobra tan extraña, aun a costa de la vida de una persona? La única explicación —bastante absurda por otra parte— se fundamenta en que la clínica anexa es privada, y el hospital todavía es público. Cualquiera se pregunta entonces sobre cuáles son las razones de pagar a escote una intervención al rey mediante la sanidad privada, pudiéndose realizar en la pública, y sin embargo no pueda hacerse lo mismo en el caso de este hombre anónimo, al que le pilla casualmente a tiro de piedra su hospitalización. Muchos pensarán que soy un ingenuo, pero a mí me parece obvio que un rey puede —y debe— ser asistido en un hospital público, a no ser que sufra un accidente y se vea obligado a ingresar en el primero que tenga a mano. Con esta actitud generaría confianza y prestigio en la sanidad universal, que aún disfrutamos pese a las amenazas de privatización del gobierno, acercando su cargo y su persona a los súbditos que pagan impuestos para mantener su corona. Sería lógico que llegara a compartir habitación, como tantos otros ciudadanos, con un enfermo en similares circunstancias, demostrando así que al menos somos iguales ante la enfermedad y el dolor, como corresponde a la constitución en la que se amparan. Pero debe ser un engorro y una lata codearse con el populacho.