El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 27 de marzo de 2011

La hora y la luz




  Tarde o temprano te animan a que hagas un boceto del panorama y te ves en la obligación de ejercer el viejo oficio de augur, no porque creas en los vaticinios sino con la intención de ayudar. Si por fortuna resultas convincente hay que rebajar las expectativas para no pillarte los dedos. La gente está al borde del derrumbamiento psicológico y se aferra a un clavo ardiendo, de modo que resultaría idiota ponerse categórico. Mis ojos no encuentran todavía en la multitud actitudes tan desesperanzadas que empujen a una revuelta. La sociedad está tragando con todo y el drama se vive en los hogares, de puertas adentro. El malestar es profundo pero el aguante es alto, lo que no alcanzo a descubrir es la chispa que puede desmontar todo el mecano, tal vez por eso los políticos y las multinacionales recortan los beneficios sociales sin ningún decoro aunque espaciándolos en el tiempo, como si de esta manera nos fuesen vacunando para el futuro. En lo personal se han perdido las expectativas. Muy pocos creen tener las riendas de lo que pueda ocurrirles de aquí a fin de año y los más optimistas, que escasean, dan la sensación de vivir en Marte o de que su médico de cabecera les haya recetado una potente medicación. No estoy siendo pesimista, sólo reflejo lo que observo: un miedo paralizante, una ingenuidad todavía asombrosa y falta de dinero por todas partes. La estructura se va paralizando a cámara lenta y lo hace por sectores económicos, sólo las empresas más fuertes y de manera chocante las más pequeñas y familiares resisten el largón tirón de esta crisis. Nos encontramos ante el clásico viaje del que resiste, gana, aunque el premio esta vez se desconoce porque no hay innovación ni ganas. El endeudamiento crece con el sólo propósito de mantenerse en pie y con la única esperanza de que cambien algún día las tornas. Sin embargo no se actúa de forma distinta, se maniobra por inercia. Da la impresión de que si seguimos yendo a trabajar, aunque el negocio sea mínimo y la producción menguante, lo mismo que las ventas, algún día por arte de magia cambiarán las cosas y podremos volver a donde estábamos, para repetir los mismos errores y continuar por la misma senda.

  En todo este maremagnum llueve una vez más, como cada primavera, el cambio de hora. A las dos saltaron las manecillas y fueron las tres. Parece que fue ayer cuando, justo a la inversa, eran de nuevo las dos. No estaría de más que se crease algún tipo de lotería y a las dos pudieran ser las doce de la noche o las cuatro de la madrugada. Habría cierta expectación. Sería un cambio. Recuerdo unas elecciones, allá por el pleistoceno medio, que se celebraron durante una jornada laboral. Mi memoria es vaga, pero debían de ser unos comicios demasiado importantes para el sistema económico porque estaban dispuestos los empresarios a perder parte de su producción para que fuéramos a votar de manera masiva. Ahora da lo mismo el resultado, por eso se celebran durante un día festivo. Con el cambio de hora pasa tres cuartos de lo mismo. Ahorramos 90 millones de euracos, más o menos, a dos euros por cabeza y sin embargo sigue cambiándose la hora durante un festivo, jamás en día de curro porque no saldría rentable. Los kilovatios que no se consumen por la tarde se devoran por la mañana, no en vano mañana lunes —gracias al decreto— amanecerá más tarde. Nadie ha hecho las cuentas del precio real que pagamos por cambiar a tontas y a locas nuestro horario dominical mediante una ley. Se resiente la salud física y mental, se altera el ritmo circadiano, y cuesta volver a pillar la onda del sueño. Nos faltan datos para averiguar las razones que empujan a nuestros gobernantes a tomar, año tras año, medidas que ahorran el chocolate del loro. Ayer, a las ocho y media de la tarde, se produjo un apagón solidario de una hora que seguramente seguimos pocos. Cortar el chorro de energía que llega a nuestros hogares, aunque sea durante una hora, supone un ahorro mucho mayor que jugar con los relojes y además beneficia directamente a nuestras carteras. Basta con darle al limitador para que las empresas eléctricas se pongan de los nervios y comiencen a perder dinero. Se trata tan sólo de pulsar un botón. Esta maniobra constituye una medida de empoderamiento personal. Nos jaleamos a nosotros mismos, aunque sea durante una hora y nos meamos al mismo tiempo en la cara de los que se divierten cambiándonos el reloj. No espere de nuevo a que alguien le diga que es el día del planeta, puede usted quitar la luz cuando le dé la real gana. Incluso todos los días. Su recibo se lo agradecerá.