El Cuaderno de Sergio Plou

      


sábado 29 de agosto de 2009

La cuna del idioma




  Escuché cómo llovían pinzas de los tendederos y al compás devolvían el ruido las ventanas golpeando contra sus marcos. Me rebullí entre las sábanas mientras corría el aire por encima de mi cuerpo. Daba gusto dormir así, oyendo cómo se acercaba el otoño mediante una ventolera tan sugerente. Entorné los ojos, me dejé mecer por las olas del aire y las ondas de los sonidos me trajeron entonces de regalo hasta los tímpanos la rotura de un cristal en la lejanía. Una banda sonora, varias octavas más graves, se fue dibujando sordamente contra las tejas de la ortopedia, como si fuese el teclado de un órgano roto, arrullando mi sueño que iba creciendo igual que una tortuga en su caparazón, una simiente en su cáscara o un relato entre los dedos.

  Acabábamos de llegar de Salamanca, donde era fácil imaginar un pasado lleno de sombras por sus callejuelas, capas que cerraban la vista y floretes brillando en la noche durante duelos estúpidos que teñían de rojo las piedras. Había hecho un calor atroz. El sol quemaba la garganta empujándote a beber hectolitros de una fría zarzaparrilla de multinacional y obligando a los turistas a subir las cuestas buscando la penumbra bajo los porches. También estuve en Madrid, cuya sofoquina hizo imposible conciliar una hora de catre detrás de otra, haciéndome saltar desde un almohadón empapado en sudor hasta el grifo del lavabo, donde me regaba la nuca en el chorro de agua.

  Sumergido en el agobio de la capital recordé los cientos de hijos bastardos de los Fonseca, esa familia salmantina de hondo linaje, cuyos vástagos ilegítimos —a cambio de ser reconocidos— iban a llevar en el campo de batalla sus banderas con el dudoso título de pendones. Vi a los señores de Fonseca cruzar las lindes de sus enemigos al atardecer camino de los burdeles del río Tormes, cuna de la picaresca. Allí aguardaban en barca las rameras, llamadas así por que en lugar de remos agitaban el agua dulce con ramas de los árboles. Conducían a los puteros al arrabal para engendrar con ellos la carne de cañón de sus nuevos pendones. Interesante.

  Las banderas que hoy se agitan al viento con orgullo son un anacronismo de las antiguas mancebías castellanas. Los trapos de los mástiles, como las sábanas de los tendales que ahora golpean mi vigilia contra el ladrillo animándome a coger el sueño a la fresca, reflejan con sabiduría el pasado que duerme en nuestras palabras. La riqueza del idioma destila historia por los cuatro costados y al vaivén del viento trasluce la hipocresía de sus gentes, populariza el significado de la realidad y ofrece al mismo tiempo un paisaje para los vocablos. Ya estaba sobrevolando la huerta salmantina, a escasos cien metros de la antigua catedral, donde se supone que los Calixtos y las Melibeas de antaño mantenían idilios auspiciados por las Celestinas de entonces, cuando se quebró la paz de mi dormitorio mediante unos chillidos proferidos en lengua extraña, que llegaron a mis orejas desde el patio de luces.

  Había pasado fuera unos días, los justos para escapar de esta ciudad y embarcarme en la exploración de otra, cuyos cimientos no visitaba desde hace dos décadas, así que no tenía constancia de los tejemanejes de mis vecinas en mi ausencia, desconociendo si continuaban sus labores habituales o habían hecho un alto en el verano buscando otras charcas donde croar. En principio atribuí el grito a una lechuza, pero me pareció absurdo que revolotera por el patio en agosto, teniendo mejores plazas donde emigrar. Luego pensé que se trataba de una rueda de afilador, que pulía cuchillos hasta dejar los filos tan dañinos como los de una cimitarra pirata. Reflexionando sobre el inoportuno regreso de mi sordera, cuyas molestias no quiso paliar la sustituta de mi médica de cabecera antes de mi partida a Salamanca, supongo que por vagancia o tal vez por incomodidad, o porque no le apetecía agarrar la jeringa de latón y acabar con mi tapón de cerúmen a fuerza de inyecciones de agua caliente, llegué a pensar que el agudo sonido que venía del patio se deformaba de algún modo en el caracol de mi oído interno creando un sonido alternativo que en nada se parecía al que estaba produciéndose en realidad. Así que cagándome en todos los santos avine a levantarme del lecho, con lo divinamente que se encontraba mi cuerpo sobre aquel colchón, descolgué la linterna islandesa del perchero de la entrada y me asomé al patio.

  Fue visto y no visto. Por la cara interna del edificio de enfrente descubrí una sirga de rapelar y varias figuras deslizándose en la negrura de la noche. No fui el único. Comenzaron a encenderse las luces sobre los tejados y en cuestión de segundos se convirtió el patio en una corrala castellana. Con nitidez pude oír las carreras, los tropiezos y las persercuciones más allá de los áticos, gritos de al ladrón, insultos del más variado pelaje y la vertiginosa cercanía de las sirenas policiales.

  Esta mañana, al hojear el periódico tomándome un café, he leído que habían capturado con las manos en la masa a una banda de rateros de pasaporte croata, pero en medio del follón nocturno todavía recuerdo que solté algo semejante a un hondo suspiro de conformidad, como si estuviese echando en falta la bulla. Bajé los estores con simpatía, volví a arrebujarme entre las sábanas y me puse a roncar a pierna suelta. No hay nada como estar en casa.