La Casta nos muestra su arrogancia
miércoles 15 de junio de 2011
Sergio Plou
Artículos 2011

   A los medios de comunicación convencionales, cada día que pasa, se les ve más el plumero. La noticia de hoy es simple y fácil de reseñar en titulares: el Parlamento de Cataluña, en contra del sentir popular, aprueba recortes en plena crisis. Lo hace con absoluta indiferencia ante las protestas ciudadanas, con la arrogancia propia de una casta política y financiera, rancia y aburguesada en sus costumbres, despreciativa hasta provocar la náusea, que no duda en acudir desde su casa en helicóptero —fundiéndose así en cada vuelo miles de euros de la caja común— para aprobar los tijeretazos. Este es el auténtico problema que estamos sufriendo. Ayer mismo tuvimos dos pruebas palpables en el Congreso de Diputados. El Partido Popular y el Partido Socialista se unieron para denegar una propuesta de los nacionalistas galllegos sobre la denominada «dación» de pago, que permitiría saldar la deuda que miles de familias han adquirido con los bancos entregando el piso a cambio de cancelarla. Esta línea de acción política es precisamente la que reclama el movimiento surgido a raíz de las manifestaciones del pasado 15 de mayo, una posibilidad que los partidos mayoritarios no están dispuestos a considerar. ¿Por qué? La única explicación posible, la que se desprende de su actitud, incita a pensar que una medida de semejante calibre atentaría contra los intereses económicos de las entidades financieras en favor de los más necesitados. Y no están dispuestos a colaborar en ese sentido, ni siquiera presentan soluciones alternativas, prefieren que las cosas sigan como están. La otra prueba de la distancia que existe entre la ciudadanía y sus representantes, también se produjo ayer en el mismo Congreso de los Diputados. Ante una propuesta de Izquierda Unida, para que Las Cortes actuaran en contra de las 659 fortunas españolas encontradas en bancos suizos, el Partido Popular y el Partido Socialista volvieron a unir sus votos, esta vez con el apoyo del Partido Nacionalista Vasco y de Convergencia i Unió, rechazando al unísono que los titulares de dichas cuentas puedan ser llevados a juicio por evasión de capitales y delito fiscal. Ambas negaciones se produjeron en el sagrado ámbito de la democracia «representativa», en un hemiciclo casi vacío y con escasa repercusión en los medios.

   La casta política, una vez elegida, se desprende sin ningún sonrojo de los lazos que la unen a la sociedad y no duda en actuar contra los intereses mayoritarios para satisfacer los privilegios de una minoría. Enarbolan sus actas de diputado, gritan a los cuatro vientos que son representates del pueblo y que, como tales, son intocables. Incluso por el propio pueblo al que dicen representar. Se reúnen en nuestros edificios para crear leyes que favorecen las desigualdades y deniegan las demandas que promueven la justicia social.  ¿Cómo  llegamos a esta

El Honorable llega en helicóptero al Parlament
situación tan absurda? Por dejadez, apatía, permisividad y décadas de adoctrinamiento. Se nos inculca desde la infancia que la democracia sólo es una profesión y de las más aburridas. Se desarrolla en los ayuntamientos de una manera mecánica, al igual que en las comunidades autónomas o en los parlamentos estatales. El sistema económico no permite grandes diferencias en las ideas que mueven a los partidos, así que tienen pocas y con frecuencia son redundantes. Se nos ha alejado de las decisiones, criticando de utópica cualquier posibilidad de cambiar las estructuras, hasta el extremo de maniobrar con impunidad durante décadas. Les hemos dejado que llevaran las riendas sin ninguna oposición y cuando por fin la gente se levanta para defender sus intereses, llega el asombro general de la casta política, que se resiste a creer lo que están viendo sus ojos.

  Derribado el silencio se produce el encontronazo en las verjas del sistema: representados y representantes se indignan mutuamente. Nosotros no nos reconocemos en ellos y ellos no se reconocen en nosotros. Es lógico. Tras la soberbia paliza recibida por los ciudadanos en la plaza de Cataluña —error político de primera magnitud y que todavía colea, porque el presidente de la Generalitat se niega a deponer a su consejero de interior—, la sociedad se dirige a las verjas del parque de la Ciudadela, el embudo por donde pasarán los representantes camino del parlamento autónomo, donde se reunirán después para elaborar unas leyes impopulares, procediendo a recortar la sanidad y la educación públicas. Impedir la entrada de los políticos al parlamento se considera un delito, aunque se actúe sin violencia. Ninguno de los representantes ha mostrado el más leve chichón, pero se sienten vejados en su honor, insultados y vilipendiados. No tienen costumbre de recibir empujones y les disgusta verse en una situación tan desagradable. ¿Han sido violentados de alguna forma o es el simple reflejo de la humillación pública? Depende de la vara que uses para medir. En una manifestación, la policía puede aporrear a los ciudadanos cuanto les venga en gana. El único límite reside en la magnitud de la paliza, que puede provocar luxaciones a los agentes en las muñecas. Sin embargo, a la entrada de un parlamento no se puede insultar ni empujar a los políticos que, actuando como aristócratas o parientes próximos del rey, exigen trato distante, a ser posible de cordialidad e incluso de simpatía, como si lo contrario fuera un delito de «lesa majestad». ¿Acaso se lo merecen?

  Cuando los dirigentes nos pierden el respeto y no dudan en emplear la fuerza para acallar a la sociedad, se convierten en déspotas. Han perdido toda autoridad moral sobre sus súbditos, recriminan nuestra actitud en lugar de hacer un esfuerzo por comprenderla. Se amparan en sus privilegios para mantener las estructuras y manipulan la situación para favorecer a los oligarcas. Estamos viviendo un momento muy delicado, donde los profesionales de la política defienden en los parlamentos unas medidas que no quiere la sociedad y que, con su actitud, generan una indignación nunca presenciada. Particularmente, me siento orgulloso de los barceloneses y sufro vergüenza ajena por la clase política que nos representa. Todavía me indigno más cuando observo la manipulación que, en aras de mantener las estructuras, realizan los medios de comunicación más convencionales. A mi escaso juicio estamos comenzando a observar la fractura que existe entre la democracia real y la meramente representativa, que sigue ofreciendo un espectáculo lamentable. No sólo en sus maneras, sino en su complicidad con la grandes corporaciones y multinacionales financieras.
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