El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 10 de abril de 2011

El secreto




  Cambiar de vecindario puede ser un suceso veloz pero adaptarse al nuevo paisaje resulta incómodo. Hago constar en mi descrédito que no he pasado de sobrevivir en el Bronx a deambular por Manhattan, un cosmopolitismo tan particular como el propio me exime de tamaña heroicidad. Apenas supuso moverme en el plano de Ebrópolis, ciudad en la que habito y donde cualquier diferencia en sus barriadas fragua en seguida un temperamento idéntico al del hormigón, no más de un centímetro escaso. No tengo GPS, lo he calculado mediante una regla. Me doy cuenta sin embargo de que en el proceso de desplazarme a lo largo de ese centímetro he sufrido cierta elevación y no precisamente espiritual. Mis conclusiones distan mucho de ser definitivas o tan siquiera acertadas pero, tras largas deliberaciones conmigo mismo, he supuesto que no da igual vivir en un loft a ras de calle que en un tercer piso que hace las veces de quinto, es como subir a un rascacielos desde una cueva y empeñarte en seguir dibujando bisontes por las paredes. Para cualquier espeleólogo del carácter dicho fenómeno asemeja una alucinación y lo primero que notas es un ligero vértigo al tender la colada.

  Cuando se desprende una pinza, la sensación de vacío se torna absoluta y no te cuento si cae con ella una prenda. La veo volar como un pájaro herido hasta que se estrella contra el suelo del patio y entonces doy la pieza por perdida. Todos los vecinos sabemos que allí abajo, en los territorios del principal, no se mueve una hoja. Salvo en el principal izquierda, donde están de obras, en los otros dos inmuebles habitan fantasmas. Intuyo que se materializan de cuando en cuando para recoger el correo, porque los buzones son tan escuetos que si no los vacías con cierta asiduidad en una semana rebosan propaganda.

  Deslicé una nota en ellos, con la esperanza de recuperar un bañador, agradeciendo de antemano las molestias y sugiriendo a los entes incorpóreos que tuvieran a bien recogerlo del suelo y dejarlo sin más en mi buzón, pero no obtuve respuesta ni tejido alguno. La prenda sigue donde cayó y por lo que he podido comprobar, gracias al uso de unos prismáticos, comienza a florecer en ella un pequeño cúmulo de bacterias. Le he preguntado a doña Paca, la trabajadora que limpia el bloque de viviendas y que luce un uniforme de color azul baldosa, quiénes eran estas gentes del principal y si había tenido el privilegio de interactuar con estas entidades de algún modo.

  Hasta entonces manejaba la posibilidad de que trabajasen de noche y recogiendo basura, empleo duro donde los haya y que sin duda les dejaría sin ánimo de continuar agachando el lomo al volver a su domicilio. Luego pensé que llevaban demasiado tiempo fuera, tal vez en Suiza, donde debían dedicarse a recoger del techo las partículas que se iban desprendiendo del colisionador de hadrones. Lo mismo recibieron durante una jornada aciaga una descarga de neutrinos, su estado sólido se disolvió en plasmático y tan desagradable incidente les iba a impedir desde entonces tomar contacto no sólo con sus congéneres sino con toda la materia ordinaria en su conjunto. La perspectiva de que mis vecinos del principal pudieran ser realmente vampiros o rentistas comenzaba a tomar cuerpo en mis fantasías cuando decidí preguntarle a doña Paca por la sinrazón de todas estas incoherencias y ella a cambio me mostró la puerta de contadores, a la que, por lo visto, le hacía falta que un carpintero le metiese un buen cepillado. No fue la primera ocasión en la que disfrutamos de conversaciones paralelas. Recuerdo que hace unos meses le hablé del ascensor y ella me enseñó el pasamanos de la escalera. Probé incluso con las bombillas del rellano y me regaló un pensamiento sobre la deslucida alfombra de la entrada. No es que doña Paca y un servidor vivamos en galaxias distantes, tampoco he notado que sea sorda, simplemente intercambiamos información de manera aleatoria.