El Cuaderno de Sergio Plou

     



Desde el abismo de la vida


Ros Cihuelo. 32 años.
Enterradora. Operaria del Ayuntamiento





      Dos grados de temperatura a cielo raso. Sopla el cierzo de mediados de enero y nos cuelga la moquita de la nariz. La noche se tiñe de malva. Amanece. Y un mar de cruces, lápidas y nichos se dibuja en la ciudad. Un camión viejo se adentra en las naves del cementerio. Viene polvoriento y de vacío. Se detiene junto al vestuario. Tres personas se apean con calma, es la hora del bocadillo y llevan la ropa de faena salpicada de yeso seco. Las tres personas, de manera casi sincrónica, se sacuden el polvo de las perneras. A una de ellas le sientan un poco grandes los pantalones. Salta a la vista. Bromea sobre la talla con los compañeros y de vez en cuando se ajusta la correa del cinturón. Es la mujer con la que habíamos quedado para charlar. Y se llama Ros.

      Mientras sonríe se despoja de los guantes. Franquea la puerta del vestuario y saluda al resto de sus compañeros. Es una persona desenvuelta, con evidente sentido del humor. Apenas lleva un mes trabajando en este oficio y no encuentra razón para perder la sonrisa. Al contrario, se muestra distendida y orgullosa de su identidad. Solamente se conocen en España otras dos enterradoras, una en Andorra (Teruel) y la otra en Valencia. De ambas, hoy por hoy, sólo una continúa ejerciendo, así que la presencia de Ros en la plantilla resulta a todas luces extraordinaria.

      Los operarios más mayores, de hecho, reconocen la dureza del oficio, "una dureza más física que psicológica". Dicen que han visto derrumbarse a muchos hombres. Hombres al borde de una neurosis, que renunciaban al tajo por aprensión. De modo que observan a Ros y no salen de su asombro. No imaginaban que, algún día, vendría una mujer a dar sepultura a los muertos. Para ciertos hombres, por lo visto, el encanto de un ser humano es incompatible a la fortaleza que pudiera desarrollar. Pero ya se van acostumbrando.



«Si por mí fuera,
no existirían los cementerios»



      Echamos un café en la cafetería del Complejo. Hablamos de las mujeres y de los hombres, y ya, de regreso al vestuario, tuvimos la oportunidad de encontrarnos con limpiadoras, chóferes de funerarias, forenses y hasta incineradores. Las relaciones humanas son idénticas a las de cualquier otro ámbito de la vida laboral. No existe el miedo ni la superstición. Todo el dolor del cementerio se concentra en los familiares de los difuntos, porque aquí, en la trastienda de la muerte, sólo hay sitio para la higiene. Los trabajadores se saludan abiertamente y las puertas se abren a nuestro paso. No hay nada que ocultar. Incluso parecen sentirse agasajados por nuestra visita.

      El encargado repartió faena para el resto de la jornada y con absoluta normalidad seguimos las actividades de Ros por el cementerio. Gracias a Ros, y también a Jesús, el oficial de la brigada de exhumación que compartía el tajo con ella, tuvimos la ocasión de conocer los entresijos del oficio. Ambos montaron en el camión con Eduardo, que se puso al volante, y nosotros les fuimos a la zaga. Durante el trayecto pusieron y quitaron lápidas. Preparaban el yeso. Subían y bajaban tablones. Primero fue un nicho al raso, después otro en una capilla y finalmente, en la de los PP. Pasionistas, una "reducción". La capilla era estrecha y el cadáver a desalojar quedaba cerca del techo. Ros y Jesús se encaramaron al andamio, descubrieron la losa y extrajeron el féretro. Hacía frío. Siempre sentimos frío a la hora de la verdad.


      Eduardo entregó la llave y Ros abrió el ataúd. El cuerpo estaba protegido por una caja de cinc. Ros echó un vistazo. Examinó los restos y por un segundo detuvo la mirada. Fue una mirada imposible, de las que no puedes olvidar. Han sido necesarios dos mil años. Dos mil años, para que una mujer de esta ciudad pueda asomarse a los secretos de la muerte. Y esa mirada de vértigo, de profunda comprensión y de respeto, es la que empuja a Ros a continuar todos los días con su trabajo. Ros se siente orgullosa de la experiencia que está viviendo. Es una experiencia única, de las que te hacen crecer. Extraer los restos y transportarlos hasta la incineradora les ocupó su tiempo. La reducción del cadáver se efectuaría más tarde. A 900 grados. De hecho, las cenizas reposarán en la urna que aguarda ya sobre una mesa. Ros y Jesús, poco antes de regresar al vestuario, nos enseñaron las instalaciones, y como había tiempo por delante incluso hicimos una visita a la fosa común.

       La fosa es un depósito de casi quince metros de largo. Está coronado por un motivo escultórico, a cuyos pies descansan las flores y también una alcantarilla común y corriente, que pasa inadvertida. Jesús se aproxima con un gancho en la mano. Engarza la punta en la boca de la alcantarilla y la arrastra. Ros se acerca, nos mira a los ojos y respetuosamente nos invita a conocer el abismo.






la charla       



«Los enterradores
no somos una raza especial
que hayan traído de Marte»



—No había pensado nunca en la muerte —afirma Ros—, ni tampoco en las personas que trabajan alrededor de ella.
—¿No te imaginabas que este oficio era así? —le pregunto.
   Estamos sentados en el banco,  cerca de su taquilla  y compartiendo un café.
—Lo veía mucho más triste. Y menos importante de lo que es para la sociedad.
—Tenemos escrúpulos —reconozco—, y también prejuicios.
—La muerte —asegura Ros—, es un misterio fundamental. A su alrededor se levantan demasiados tabúes. Si puedes observarla con naturalidad, enseguida comprendes que se trata de un servicio público...
— ...¿un trabajo?
—Efectivamente.
—¿Y qué tal con los compañeros?
—Muy bien, estoy contenta. Creí que sería más difícil. Mis compañeros no habían trabajado nunca con una mujer, pero la integración está siendo la correcta y estoy satisfecha del trato. No es un trato paternal. Y eso que, cuando empiezas de cero, tienes mucho que aprender...
—¿Y has aprendido mucho?
—En esta vida nunca terminas de aprender. Si en cada entierro me dejara llevar por el dolor, el dolor que sienten los familiares y allegados del difunto, no podría soportarlo.
- ¿Fue muy duro el primer día?
—Sí, el primer día es fuerte. En invierno y a las 7 de la mañana todavía es de noche, y ponerte a picar lápidas no es un plato de gusto. En el momento de recoger los restos y trasladarlos a la sábana, es fácil que te vengas abajo. Hay que vivirlo, ¿sabes? No resulta fácil de explicar.
— ¿Cómo viniste a parar aquí?
—Por casualidad. Yo era socorrista. Fija-discontinua del ayuntamiento de Zaragoza y a los 7 años, según el convenio, tenía derecho a ser fija en plantilla como operaria. El ayuntamiento ofertó las plazas que tenía disponibles, y a mí me tocó aquí.
—Eres la primera mujer que mantiene el puesto —le recuerdo.
—Lo sé. También sé que muchos hombres renunciaron. La fortaleza no depende del sexo, es producto de la preparación. Y de la experiencia. Una mujer más convencional, con un marido y con unos hijos, tendría que enfrentarse a más reparos. Debe ser duro que tu propia familia se aleje de ti por la profesión que tienes.
—¿Tú también te sientes marginada?
—No me dejo. Hay gente muy hipócrita, se sienten incómodos porque seas enterradora y sin embargo reconocen que alguien tiene que dar sepultura a los muertos. Esta postura, desde mi punto de vista, es completamente absurda.
—¿La ignorancia es atrevida?
—Casi siempre —reconoce Ros—, pero el saber nos hace más humanos. Yo tengo el privilegio de conocer algo que mucha gente prefiere olvidar. He compartido ese privilegio con vosotros. Por ejemplo, habéis visto la fosa común. Ya sabéis lo que significa dar sepultura: correr una tapa del suelo y verter allí las cenizas. ¿No te parece kafquiano?


—Es que detrás de la muerte hay un gran negocio...
—Por supuesto —afirma Ros—. De la fosa común al panteón hay un largo camino de diferencias sociales. Las mismas di­ferencias que en la vida.
—¿Y ya sabes qué va a ser de ti cuando te mueras? — le pregunto a bocajarro.
—Ja, ja, ja. Bueno, esto es algo que tengo clarísimo. Yo no voy a gastar ni una sola peseta en mi entierro. Hace años que doné los órganos. Incluso doné mi cuerpo a la Facultad de Medicina. Respeto a los que piensan de otra forma, pero yo no quiero que me metan en un ataúd, me peguen fuego y me coloquen en un nicho. Si por mí fuera, no existirían los cementerios .
—¿Y tú crees que así, sin cementerios, desaparecería el dolor que sentimos por aquellos que ya no están con nosotras?
—El dolor no desaparece nunca —contesta Ros—. Como mucho se transforma. Eso sí, nos evitaríamos estas ciudades paralelas, con sus calles y sus manzanas, nos evitaríamos buena parte del miedo que nos produce morir. Fíjate, mi abuela me decía, cuando yo era pequeñita, que no hay que tener miedo a los vivos ni a los muertos. Y es verdad. Yo nunca he creido en los fantasmas, ni en los fenómenos extraños, ni en el más allá. Esta manera de ser, por supuesto, no impide respetar las creencias y el dolor ajenos. El respeto es algo fundamental. Yo soy una persona tolerante, y por esa razón no consigo comprender el rechazo que tienen algunas personas hacia los que trabajamos en este oficio. Los enterradores no contagiamos la lepra. Tampoco somos una raza especial que hayan traido de Marte. Puede sonar ridículo, pero todavía hay gente que no se relaciona con nosotros porque creen que les podemos contaminar. Como si, por trabajar en un cementerio, fuéramos dejando a nuestro paso una estela de muerte.

Reportaje fotográfico de Helena Castillo
Entrevista de Sergio Plou