El Cuaderno de Sergio Plou

      

miércoles 6 de noviembre de 2013

Dándole a la lengua




  Durante estos días se han reunido en Zaragoza un puñado de expertos para hablar de la racionalización de los horarios. Precisamente cuando se producen las hecatombes económicas nacen un montón de oportunidades para la depredación social, y alguna también para construir pequeños cambios. Estos cambios no son fruto de la presión ciudadana, más bien nacen de una política de hechos consumados que da origen a situaciones empresarialmente insostenibles, así que tampoco cabe estar contento ni esperar que el agua mueva el molino, pero por intentarlo que no quede. Concienciar a la gente y abrir un debate público en torno a cómo vivimos y cómo podríamos vivir, será utópico o tendencioso, pero también resulta inevitable.

    Que nuestros relojes marcan la hora de Berlín desde 1940 y no la que nos correspondería por el meridiano en el que vivimos, resulta indiscutible. Esta gracia de tocarnos la hora se le ocurrió al dictador, que regalándonos un horario alemán creyó que se nos pegaría el temperamento germano. Tan brillante idea se ha ido manteniendo desde entonces porque las grandes corporaciones se ahorraban así un piquito en su gasto anual de energía. Pero el molesto cambio de hora se ha quedado simplemente en ajustar la maquinaria dos veces al año, sin importarnos que la vida cotidiana funcionara desde entonces por delante de nuestro propio huso horario. De cualquier modo no me veo cenando a las seis de la tarde o comiendo a la una. Es más, creo que los escandinavos vienen aquí justo a lo contrario.

    Muchas cosas tendrían que cambiar para sentirnos como en Noruega o en Suecia. Aparte del sol, claro, pero estamos en plena deflación y los productos, aunque bajen de precio, no se venden. Los salarios no permiten el consumo porque son muy bajos y el desempleo parece ya un problema imparable. Supongo que es el momento idóneo para salir en procesión con la virgen de guardia, desentendiéndonos de esta forma de cualquier responsabilidad sobre nuestro futuro, pero también se dan las circunstancias para instalar una jornada continua, de seis o siete horas, que permita por un lado la creación de trabajo al mismo tiempo que favorece la conciliación de la vida privada y la vida laboral de la gente. Hay que tener en cuenta que la mayoría de las faenas comerciales funcionan de manera irracional. También es verdad que, depende de con quién hables, te topas con irracionalidades distintas y a menudo incompatibles, de modo que no les arriendo la ganancia a los congresistas en el caso de que logren ponerse de acuerdo. La mentalidad de los jefes hispanos pretende que se curre el doble de horas con la mitad de la plantilla y la mitad del sueldo, y con semejante panorama cualquier iniciativa en sentido contrario se les antojará hilarante.

    Desconozco si los setenta congresistas de los que hablo, una vez concluidas las ponencias del día, habrán acudido corriendo a compartir las tareas del hogar con sus cónyuges respectivos. No estoy al corriente de sus hábitos, así que me es imposible saber de primera mano si después de las charlas y conferencias no se extendieron en las sobremesas. O si llegó la noche y se fueron de parranda. En ese caso tal vez fuera una excepción a la que no deberíamos prestar mayor importancia, pero en una Europa nórdica cuando llega el invierno les hubiera sido más complicado trasnochar, entre otras cosas porque los establecimientos cierran a piñón fijo y las calles a eso de las siete o de las ocho de la tarde ya están desiertas.

    En todo caso para irse de farra es necesaria una buena nómina que respalde el dispendio y ya es suficiente gasto acudir a una ciudad que no es la tuya y pasar allí unos días como para echar la casa por la ventana. Al fin y al cabo son una minoría los que funcionan con dietas y gastos pagados, ¿no es así? Dentro de las clases sociales no guarda la misma libertad de movimientos un currante que se desloma a turnos que un ejecutivo. Y para plantear una circunstancia que afecta a toda la población tendríamos en un principio que regirnos por lo que resulta más favorable en el terreno de la salud pública a la mayoría de sus habitantes. En caso contrario sólo estaremos hablando de una porción, la que se rige por horarios de oficina a la que pudiera interesarle una homologación continental. Tampoco tengo noticias de si calcularon en su congreso lo que supondría cambiar nuestras arraigadas costumbres laborales y de ocio para aproximarnos a las que manejan en el resto de Europa. Las cifras suelen representar un muermazo para la gente del común, a la que le gusta ser convencida con argumentos sencillos y aún mejor si son apasionados. Incluso prestamos más atención a quien más grita. Nuestras tertulias y debates son tan largas y sonoras que nos da tiempo a defender todas las opciones según nos convenga.