El Cuaderno de Sergio Plou

      


domingo 20 de septiembre de 2009

Cromos neoyorquinos




  En el domicilio de mis vecinas se ha producido una estampa muy neoyorquina. Dámaso, el «coach» de Jenny, Eloísa e Ibón, estaba apoyado contra el quicio de la puerta principal en calzoncillos y camiseta de tirantes, una talla XXL, al estilo de los «latin kings», que disimulaba el eslip. Llevaba una toalla sobre los hombros y el pelo alborotado, como si acabara de darse una ducha y hubiera salido después a respirar un poco de aire fresco a la calle.

  A finales de septiembre, por la mañana, se levanta un cierzo muy sabrosón los domingos que, por su fresquito, recuerda al peruano la rasca de Cuzco, su tierra natal. Con un mate en la mano, conversaba Dámaso en distendida cháchara con Dj Rancio, cuyo bluetooth estaba conectado al iphone de Jenny, circunstancia que les permitía escuchar la música por los altavoces del entresuelo. Habían sacado uno de los bafles hasta la acera para deleitar al vecindario con la horrible grabación del concierto que acababa de ofrecer Dj Tiesto —competencia directa de Rancio— en las playas de la Expo la noche anterior, un trabajo que estaban poniendo a caldo entre los dos hombres mientras Jenny, ajena al diálogo, se calzaba unas uñas de cerámica sentada en el escalón.

  Música alta y sujetos a la puerta de sus domicilios igual a paisaje urbano de América del Norte, la ecuación era fácil. Hace unos años esta fotografía era corriente en Botorrita o Beceite —entiéndanse estas localidades como un ejemplo, pues en todas las provincias ocurría lo mismo—, la única diferencia es que la peña salía a la calle con sus sillas de anea oyendo el carrusel deportivo o haciendo punto. Exhibían sus receptores de radio con la misma falta de gracia que ahora cualquier imberbe juega con su móvil por la acera, así que no hemos cambiado tanto los seres humanos.

   En la época de mi nacimiento, próxima a la última era glacial, lo frecuente era vivir de puertas afuera igual que hacen ahora los habitantes de los suburbios neoyorquinos. Esta sana costumbre la interpretaban entonces las gentes más guapas como algo cutre, de mal gusto y excesivamente popular. A su juicio no evidenciaba otra cosa que la ausencia de un simple ventilador en tu domicilio, porque el aire acondicionado y los frigoríficos, lo mismo que las catalíticas en invierno, llegarían al panorama electrodoméstico peninsular mucho después. En mi infancia teníamos neveras, braseros y abanicos, pero bastaba un taburete para organizar tertulias en los portales.

  Nunca se me ha pasado por la cabeza viajar a Estados Unidos, tengo la nítida impresión de que no me iba a gustar, de modo que hablo por lo que he visto en las series  y las películas. En cualquier largometraje salen los americanos de sus coches con increíble desparpajo, hasta el extremo de olvidarse las llaves en el vehículo o no cerrar la puerta. En las películas de ahora, existiendo mandos electrónicos, pasa lo mismo. Esta actitud, incomprensible para un europeo, de crío me indujo a creer que los yanquis eran ricos o conseguían sus automóviles mediante alguna tómbola. No debían guardar allí nada de valor porque volvían luego y jamás echaban nada en falta. Con el paso de los años comprendí que se trataba de un simple sobreentendido, una estrategia cinematográfica para economizar fotogramas. Rara vez aparece un yanqui en el váter, y es impensable que no tengan culo, así que hablar por lo que nos muestran en sus películas es como hacerlo por boca de ganso.

  Iba pensando en mi próximo viaje a Nueva Zelanda, país que —si no se presentan problemas de última hora— visitaré a finales de octubre, y en la sana conveniencia de contratar un seguro médico, porque en las antípodas —igual que en Estados Unidos— cada cual debe costearse sus propias desgracias, cuando me topé de bruces con este cromo de Nueva York en el centro zaragozano y se me hizo extraño.

  Había visto a los chinos del Todo a Cien, hace más de una semana, cuando aún le pegaba el calor, sacar los taburetes a la acera y descalzarse las chanclas por la noche, y me llamó poderosamente la atención. Pero los latinoamericanos no dan puntada sin hilo.

  En primer lugar, porque es raro ver la puerta principal de mis vecinas abierta de par en par, con el gusto que le han cogido a la clandestinidad y con el ahínco que se aplican en el arte de pasar desapercibidos. Y en segundo lugar, que Dámaso hiciera ostentación masculina de encontrarse a sus anchas me resultó preocupante. Todo este cromo se me vino encima al coger las llaves para entrar en casa y necesité una hora larga de reflexión, ya dentro de mi domicilio, para encajar la piezas. Reconozco que iba distraído y confuso repasando la cuartilla de una aseguradora que responde al logo de Uni-Care, cuya empresa afirma con todo lujo de detalles cubrir la evacuación médica, la cirugía, el hospital e incluso el alivio del dolor, la pérdida o el robo de mis pertenencias, así como un grueso puñado de sesiones de acupuntura. En el peor de los supuestos, dicha firma se atreve incluso a valorar sin límites la repatración de mi cadáver y rayando el paroxismo se compromete a abonarme cien dólares diarios en caso de secuestro. Comprenderán que leer tan prolija relación de complicaciones, un domingo y con el desayuno bailando todavía en el estómago, genera tal desazón existencialista que nubla de un plumazo la vida cotidiana.